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TU AMOR, QUE ES COMO UN RÍO
Francisco Limonche Valverde
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CAPITULO III
- ¿Recuerdas? - sonríe el sacerdote.
- Sí; recuerdo - carraspea la mujer
- Fue todo tan... hermoso - susurra emocionado el sacerdote.
- A los quince años todo se ve hermoso. La vida puja por salir por cada
uno de los poros del cuerpo y el futuro es algo que ni siquiera se plantea
- dice la mujer.
- A mí me gustaba perderme en tus ojos... Me atraían. ¡Me gustaba tanto
mirarte! Eras como un bombón al que paladeaba en cada sonrisa.
La mujer se ruboriza. Baja la vista al suelo; contempla algo indefinido.
Al cabo murmura:
- Por favor, no me digas que llegué a significar tanto para ti. No lo
podría soportar.
El sacerdote también se ruboriza. Le tiembla la voz:
- Así es y siempre deseé decírtelo. El mismo día en que fui ordenado pensé
que de encontrarme junto a ti te lo diría. Estas palabras forman parte del
pago de una deuda pendiente de saldar.
Hombre y mujer guardan silencio. Embargados por una profunda emoción, se
diría que el resplandor de un rayo los hubiera paralizado.
- A mí también me gustaba perderme en tus ojos - dice la mujer con voz
quebrada -. Yo te veía como un chico sin maldad, con la mirada limpia...
Me gustaba mirarte y hacerme ilusiones. Me hablabas y yo trataba de
seguirte e introducirme en tus sueños.
- Y yo me quedaba con la mente en blanco - el sacerdote trata de sonreír
aparentando una despreocupación de lejanía que no siente -. Recorríamos la
calle Principal una y otra vez; y te decía "cuando me haga mayor recorreré
el mundo... Tú vendrás conmigo. Yo seré misionero y tú mi mujer".
- Yo replicaba; no sueñes tanto. Siempre repites lo mismo. Además, los
misioneros no se casan.
- Pues yo me casaré contigo - repetía.
- No fue así. Y cada cual tomó su camino. Tú el del seminario; yo el de la
lejanía - expresa la mujer con un punto de hiel en los labios.
- Veinte años ya de eso - dice el sacerdote arrugando el entrecejo en un
inútil gesto de resignada complicidad consigo mismo.
- Ahora somos barcos a la deriva, a los que el tiempo hubiera roto las
velas - sonríe la mujer con expresión que surge escéptica y muere envuelta
en acíbar.
Responde el sacerdote:
- En realidad no las ha roto. Los hombres no somos sino un naufragio de
sueños, para los que lo único que realmente importa es llegar a puerto,
siquiera sea en una pequeña balsa. Tú te has asido a la del matrimonio; yo
al sueño de un mundo mejor, en la ilusión de un misticismo, seguramente
trasnochado. Las aventuras quedan atrás. El niño que soñaba ser misionero
se conformó con el dulce gozo interior, más seguro y placentero.
- Parece que la vida hubiera sido para ti un gozo... Para mí sin embargo
ha sido un puro dolor...; y como un dolor la llevo: deseando que acabe
cuanto antes - tiemblan las palabras, en una mujer en la que brillan unos
ojos a punto de anegarse en lágrimas.
El sacerdote se conmueve vivamente:
- No digas eso, por favor. La vida es un don divino y no nos está dado
despreciarla en tal manera - dice.
- Por favor, Juan, no me sermonees. Eres un hombre; y ante todo tienes a
una mujer frente a tí.
- Háblame de tu marido - dice el sacerdote en un intento por cambiar el
rumbo de la conversación.
La mujer trastornada aún por el pensamiento anterior, se toma un respiro
antes de responder. Trata de concentrarse en la pregunta de Juan. Distraen
su atención dos nubes unidas por una hilacha blanca presta a quebrar.
Tarda en responder, impresionada por el súbito descubrimiento, tal vez
alegoría de una realidad concreta y cercana.
- Mi marido es un buen hombre. Pero seguramente nunca le llegaré a conocer
del todo, porque nunca le he querido del todo - dice.
- ¿Entonces...? - inquiere el hombre
- ¿Porqué me casé con él? - responde la mujer.
- Sí. ¿Por qué? - pregunta el hombre.
- Porque necesitaba amor, refugio, compañía, ternura. Porque desde que mis
padres se vieron forzados a la inmigración, nunca encontré arraigo ni
consuelo suficiente, en un lugar que no era ni el de mis sueños ni el de
mis raíces... Porque te echaba de menos. Porque mi marido,
paradójicamente, era el vínculo que me unía a ti en el recuerdo - contesta
con voz nublada la mujer.
- El ser humano ha venido a este Tierra a sufrir; a experimentar la
ruptura; el desarraigo, el dolor. En ocasiones quizás sin límite - piensa
en voz alta el sacerdote.
- Te equivocas. Existe un límite para todo. Y ese límite, en nuestro caso,
se halla en ti y en mí. Lo demás huelga, sobra - expresa la mujer con
ardor, vehementemente (como adivinando el pensamiento de conformidad del
sacerdote).
El sacerdote carraspea nervioso. Tiembla su voz:
- Creo que te equivocas. El límite no se encuentra ni en ti ni en mí. Tal
vez pueda parecérnoslo, porque el ser humano no suele ver, en ocasiones,
más allá del propio dolor... El límite se encuentra en un universo que nos
ha ofrecido sus antesalas de mundos maravillosos y del que hemos cerrado
cualquier resquicio de entrada. Hemos quedado a la entrada, formando
barreras de seres desesperados que pugnan por encontrar una salida y huir
de tanta y tanta hacinación. Por ello pudiera dar la impresión de que el
universo se encuentra en nosotros mismos. En ocasiones no solemos ver más
allá del corto horizonte que se nos ofrece. Tú y yo no somos felices del
todo ni probablemente lo seamos nunca, porque al igual que muchos otros,
nos hemos encerrado cuenca de ojos hacia adentro. No compartimos
prácticamente nada, ni aún el propio dolor. Hemos fabricado un mundo de
recuerdos totalmente estéril, sin considerar que lo que queda atrás tiene
validez sólo si se ofrece en un presente de sosiego. Compartir la
tranquilidad y un común espíritu constructivo.
- Yo, desde niña, quise compartirlo todo contigo - tiembla la mujer.
- Pero la niñez ha quedado atrás para siempre. El destino influye
decisivamente en la vida de las personas y supera nuestra voluntad.
Olvidemos algo que no ha sido y hablemos del futuro. No lo hagamos de los
recuerdos y sí del presente.
La mujer se crispa, tartamudea; la emoción y una suerte de intensísima
sensibilidad doblan su cuerpo, que se abandona:
- ¿Cómo no hablar de los recuerdos? - dice - ¿Cómo renunciar a los
pensamientos que me han mantenido con esperanza en este mundo infernal...?
Podría decirte, porque es verdad, que estos años han sido fugaces y a la
vez eternos. Pero no quiero especular. Quiero vivir; arrancarte esos
momentos que debimos compartir y no compartimos. Porque a pesar de ser
fugaces, a pesar de que la vida es tan corta que cuando aciertas a darte
cuenta, sientes el aliento de la muerte sobre la nuca, hay cosas que se
deben compartir con el ser con el que no se tiene miedo ni a la mayor de
las incógnitas. Esos detalles diarios de un comentario, de una sonrisa, de
una caricia... La vida hay que saborearla a cada instante; hay que vivirla
en un beso, en un suspiro; un pensamiento que de tan claro lo sepa el otro
al momento... ¿Cómo no quieres que hable de los recuerdos, si no he hecho
otra cosa en estos años que recrearme en ellos? En lo que te iba a decir
apenas te viese... En... tantas y tantas cosas.
El hombre respira hondo. Las sentidas palabras de la mujer le calan
profundamente. Tarda en responder. Cuando lo hace es su voz la que sale
quebrada:
- Es posible que tomase una decisión equivocada; quizás debiera haber ido
en tu busca tras la primera duda. Pero la vida del día a día a veces no
nos deja otra elección que la senda que no cabe eludir. Yo te quería; te
amaba más que a nada o a nadie en este mundo. Durante años aguardé tu
llamada. Bien es cierto que de una manera pasiva, pero lo hice. Llegado el
momento en que por fuerza hube de adoptar el compromiso definitivo, dilaté
la decisión hasta donde fue posible, por si te decidías. No fue así, y la
llama de Dios resultó más fuerte que la pereza de salir a la búsqueda de
un sueño. Porque así te pensaba. Tú te hacías mujer en la distancia y yo
te seguía soñando niña. Una sola carta, distante, de compromiso... Entendí
que era el adiós definitivo.
Enmudecen, embriagados por la laxitud del desahogo. Pasean lentamente. Se
detienen; entrelazan sus manos. Se miran. En los labios del sacerdote una
sonrisa forzada:
- Yo, que teóricamente proporciono consuelo, no lo encuentro para mí. Aún
no he vivido; todavía soy un niño y comienzo a sentir ese aliento del que
hablas.
Corresponde la mujer a la sonrisa del hombre con otra forzada:
- Nadie la diría - dice, deleitándose en contemplada admiración.
- ¿Te refieres a la apariencia? - sonríe con tristeza el sacerdote -
Contemplas una envoltura que en lo externo probablemente se asemeje a
aquella de la adolescencia. Pero sólo eso permanece: la apariencia. Lo
demás se encuentra en situación de derribo, de permanente saldo.
- Tal vez lo que ocurra es que somos unos egoístas consumados por desear
ser felices - dice la mujer.
- O tal vez por idealizar un pasado que se nos ha escapado entre
recuerdos, cuando el presente requiere de toda nuestra dedicación. A veces
pensaba: si estuviera sólo con ella, en cualquier isla desierta, lejos del
mundanal ruido, pasaría el día entero admirándola; acariciando su cuerpo y
entregado por completo a sus caricias. Nuestras vidas serían las del río y
la mar, unidos por siempre el uno al otro - dice, a la vez que toma una
piedrecilla del camino para de inmediato arrojarla a lo lejos, en un
intento de darse con el impulso vigor en la respuesta - . Soñaba y soñaba.
Pero al poco se quebraban los sueños y me veía forzado al día a día.
Entonces te difuminabas en el recuerdo y pensaba, si ella muriese, si
alguien me avisara en estos momentos de su muerte, probablemente no
sentiría nada..., como si se hubiese evaporado un sueño.
La mujer le mira sorprendida, súbitamente tocada por el rayo del dolor.
Las palabras del hombre la desconciertan. Brillan dos lágrimas en sus
ojos:
- Si yo muriera ¿no llorarías? - dice.
El hombre se detiene; la toma entre sus brazos; acaricia sus cabellos:
- Sabes bien cuanto te quiero - enuncia con vehemencia - ; tal vez
demasiado dada mi condición de sacerdote. Lo siento. Me he expresado mal.
Pero la dedicación que debía y debo prestar a mi quehacer diario, me
exigen tanto, que en ocasiones es preciso que me olvide hasta de soñar.
Olvidar la propia existencia; y más que una virtud es como una continua
huida hacia delante, por no enfrentarme con la responsabilidad de mi
conciencia para contigo. A veces siento un profundo desprecio hacia mi
mismo, por no saber que es lo que deseo o cual es mi meta... En esos
instantes confío sólo en Dios. Entiendo que El tiene una respuesta para
todo.
- ¿Dios? - la mujer lanza el interrogante con un punto de desprecio en los
labios.
- Sí... ¿Tú no confías en Él? - el sacerdote la contempla sorpresivo, como
si de repente no supiese con quien se halla realmente.
- Yo sólo creo que he de morir - responde la mujer en el mismo tono.
- Pero Dios se encuentra en cada rincón de este mundo. De no existir, nada
tendría el menor sentido. ¿De dónde surgirían nuestros pensamientos o
nuestros deseos de trascender? - se pregunta el sacerdote.
- Si Dios existe es seguro que no comparte mi mesa, como dice la canción -
masculla la mujer nerviosamente.
- Por favor, no digas eso. No está bien - responde nervioso.
- Ya sale el sacerdote y se oculta el hombre - manifiesta la mujer.
- Dios es nuestro norte; nuestro guía en los momentos de desconsuelo. En
cada piedra, en cada partícula, en cada sonrisa se encuentra Dios. Sin Él
nos resultaría imposible la vida - declara el hombre.
- Dios soy yo misma para mí - articula la mujer.
- No está bien que digas eso - repite el hombre - . No es así como dices.
Tan sólo es preciso abrir un poco las ventanas del corazón para recibir la
luz de Dios - alega el hombre.
- ¿Otro sermón? - inquiere la mujer burlonamente.
- No, descuida; no te daré sermón alguno... En efecto amo a Dios más que a
nada o a nadie en este mundo. Al menos eso creo; pero en ocasiones me
sucede lo que a ti, que es a mí mismo a quien amo en mayor medida y en
primer lugar - expone el hombre.
La mujer trata de sonreír:
- Hasta ahora pensaba que yo era la única loca. Bienvenido al club de los
desesperados - dice.
- Creo que de alguna manera siempre me he encontrado en ese club -
confirma el hombre.
- Para mí todo el horizonte se reduce a un día largo, al que sigue otro
día aún más largo, aguardando algo que rompa la monotonía de los niños, de
un marido que llega malhumorado del trabajo y paga conmigo los platos que
no se atreve a romper en la oficina; de tanta y tanta frustración por no
ser nada... Cuando soy vital; cuando... cuando deseo gozar; estar en
contacto con la gente, con un trabajo que me permita realizarme como ser
humano... He venido a verte, rompiendo con prejuicios y con toda razón que
me decía "no vayas, mejor dejar dormir aquello que nunca llegó a dar
fruto", no sólo porque deseaba rememorar tiempos pasados, sino porque el
presente me da escalofríos. No lo siento; lo temo; es feo... No me mires.
No quiero que me veas llorar. No quiero ser débil.
- Lloras y siento que nada puedo hacer para remediarlo. Tus lágrimas me
hablan de un pasado, pero el futuro está aún por dibujar.
La mujer sorbe las lágrimas:
- Para mí no es posible ese futuro - dice - Sólo me está permitido el
presente inmediato, y lo quiero recuperar, siquiera sea con el recuerdo...
Pero sí, tienes razón - dice - hablemos de otras cosas; de lo que sucede
en el mundo, de tu parroquia; de lo que sea.
- Rectifico; tal vez sea preferible hablar del pasado. Cuando algo te
oprime, lo mejor es dejarlo fluir; que salga de dentro hacia fuera; que
libere... Me dices de tus frustraciones y yo soy un pozo sin fondo. Me
detengo a contemplar a cualquier persona, y sin conocerla absolutamente de
nada; sin saber si es afortunada o desdichada, si se encuentra feliz o
triste, me parece que tiene algo más que aportar a esta vida que yo...
Apenas hago cualquier cosa, sea lo que sea, y siento que la pereza me
impide entregarme de manera total; hacerlo mejor. Me rebelo contra todo y
contra todos, y sin embargo la protesta jamás llega a aflorar a mis
labios. Has hablado de tu horizonte y yo me encuentro en el peor de los
posibles. Tú al menos has dado al mundo dos criaturas y por ellas merece
la pena vivir - se desahoga el sacerdote.
- ¿Tú crees? Tal vez mi única contribución haya sido servir de vaca de
cría - enfatiza la mujer.
- Mujer... - prorrumpe el sacerdote.
- Es duro, pero no me siento de otra forma cuando veo deslizarse ante mí
todo tan rápido, y esos niños que nacieron de mis entrañas comienzan a
hacérseme desconocidos. Sólo tú permaneces en mí - afirma la mujer con
toda la carga de dramatismo de quien ha meditado mucho.
- Pero no te has detenido a pensar que tal vez nuestra vida en común
hubiera resultado semejante a esa otra que aborreces; ¿no has pensado que
esos mismos hijos hubieran podido ser nuestros hijos?. ¿Cuál es la
diferencia?. El mundo ha cambiado. Son nuestros sentimientos los que no
han corrido parejos con él. El ideal sólo existe en la imaginación de las
personas y es distinto en cada persona. El nuestro es en cierta medida un
sentimiento sin futuro - masculla el hombre las últimas palabras.
- Tal vez sea como dices - musita la mujer - Sin embargo nunca lo podremos
saber con certeza. Sólo existe lo que ya ha existido. Lo demás es hablar
por hablar. Puedo convenir contigo en que si hubiéramos tenido a nuestro
alcance todo cuanto hemos soñado, de seguro que en algún momento
hubiéramos echado alguna cosa en falta. Pero nunca lo podremos saber con
certeza - repite -, porque ni siquiera se nos ha ofrecido la oportunidad
de vivirlo... Sin apenas percibirlo acumulamos años y años; y cuando
aciertas a darte cuenta llega la maldita vejez, y ves a tu puerta una
bonita caja de pino cargada de nostalgias.
Responde el sacerdote:
- Las pasiones, las desesperanzas, las frustraciones, los sentimientos son
algo no objetivo... Vemos todo según nos van las cosas. Quizás no
debiéramos darle tantas vueltas a algo probablemente tan sencillo, y vivir
en armonía con lo inmediato, con todo cuanto nos resulta próximo, sin más
complicaciones.
- ¿Y el amor? El amor es claramente lo menos objetivo de cuanto existe; no
medible. El amor es un sentimiento grande y hermoso. Es cuanto nos da
ánimos; lo que nos mantiene con vida y esperanza; con ilusión por un
mañana - articula la mujer.
El sacerdote une sus manos como en plegaria, haciendo blanquear los
nudillos en el esfuerzo. Las amarguras de la mujer superan toda lógica
consoladora. Dice al fin, sin sentirlo:
- El amor humano es una trampa que ha tendido la naturaleza a la especie
humana. Probablemente fuese conveniente amarse a sí mismo; creer en sí
mismo. De seguro que haciéndolo así, la humanidad hace tiempo que hubiera
dejado de padecer... Pero amarse de verdad. No pensar "yo quiero a los
demás para que me quieran a mí", sino experimentar dentro de uno mismo,
sin autoengaños ni falsedades, esa paz interior, ese sosiego que nos
permita una supervivencia sin melancolías ni angustias. Esa angustia, esa
especie de ahogo existencial, que es como una espiral en la que uno cae y
cae y no deja de caer porque no existe lugar alguno al que asirse.
Olvidarse de los demás, quererse a sí mismo, objetivamente.
- No creo que sientas cuanto acabas de decir. No creo que un sacerdote
pueda siquiera pensar en algo parecido. No lo creo - repite la mujer, sin
apreciar que no son suyas sino las palabras del sacerdote las que salen de
su boca, expresadas de otra forma.
El hombre asiente:
- Si; tienes razón. En ocasiones digo cosas que ni siento ni creo. En
cierta medida trato de protegerme frente al mundo e incluso frente a mí
mismo. Padezco de tristeza crónica, que se encuentra a la espera de ese
constante momento de debilidad para desgarrarme hasta el respiro...
Hombre y mujer caminan cabizbajos. De improviso el hombre se detiene, toma
un tallo de hierba y lo mordisquea nerviosamente. Vuelve a decir:
- Debes perdonarme por decirte cosas, que no está bien que diga un
sacerdote a una mujer.
La mujer también se detiene.
- Y tú debes hacerlo por tratar de convertirte en mi paño de lágrimas...
En realidad debo confesarte, y no como sacerdote - ríe -, que el primer
impulso que me incitó a ponerme en contacto contigo fue el de participarte
de mis confidencias, que en cierta manera y sin que tú fueses consciente
de ello, siempre he compartido contigo.. Cuando supe que te habían
destinado a esta parroquia ¡me entró una alegría!. Te llamé, y al escuchar
tu voz al otro lado del hilo telefónico, quedé como paralizada por la
emoción. Tu me dijiste ¿sigues ahí? ¿Recuerdas?.
El hombre sonríe. Relaja la expresión de su rostro.
- Sí, claro que lo recuerdo.
- Tras veinte años de no escuchar tu voz, aquello supuso como una bocanada
de aire fresco, puro...No sé. Sentí tantas cosas que, apenas repuesta de
la sorpresa, me faltó tiempo para decirte que deseaba verte de inmediato;
que deseaba hablar contigo y contarte infinidad de cosas. Y quería y
quiero hacerlo porque me encuentro en deuda con aquellos dos adolescentes,
a los que vimos abandonar la cáscara, como quien abandona un saco de
mondaduras de patatas a la orilla de cualquier orilla polvorienta. Siento
pena y nostalgia por ellos - enfatiza la mujer.
- Yo también - corrobora el hombre.
- Eran dos seres con sus cobardías y sus debilidades. Pero en un estado de
pureza mental... Con ganas de vivir; de enfrentarse a una vida que se les
antojaba dura sólo en labios de sus mayores - expone la mujer.
Hombre y mujer enmudecen una vez más, embargados en la nostalgia de
recrear en un pensamiento común, parte del universo perdido:
- Treinta y cinco años vividos y siento que llevo todos de prestado - dice
la mujer.
La expresión del hombre se torna grave ante estas palabras:
- No debes decir eso.
- ¿No? ¿Por qué? - dice la mujer en un grado de excitación, que ni
siquiera intenta controlar - ¿Qué es lo que me une a esta podrida vida?
¿Qué sentido tiene mi existencia sino el animal?: comer para vivir y vivir
para comer. Tú ya no eres aquel adolescente al que adoraba; de quien bebía
las fotos a besos. Y yo... Yo nunca seré la de antes. Me he vuelto incluso
más cobarde... ¿Qué sentido tiene entonces todo? ¿Qué sentido tiene
incluso que me encuentre aquí, a tu lado? - concluye desmoralizada.
- No debes ver las cosas de esa manera - razona el hombre.
- Por favor... ¡Me dan ganas de acabar con todo de una vez para siempre! -
dice a punto del grito la mujer.
- ¿Y no piensas nunca en tus hijos? Esos hijos que pese a todo son algo
muy tuyo - suplica el hombre.
-... - silencio de la mujer.
- ¿No dices nada? - vuelve a decir el hombre.
- Yo quiero a mis hijos. Te quiero a ti; creo que aún sigo queriendo a mi
marido. Pero mi vida no es sino animal; como la de un perro o una planta -
responde la mujer y las lágrimas afloran a su rostro.
- Pero las cosas que dices no casan entre sí; son incompatibles. No se
puede amar con sentimiento animal. El amor es un sentimiento espiritual,
que procede directamente del mismo Dios... Todo ser anhela la
trascendencia y quitarse el polvo del miedo ante cualquier rincón de la
vida. Y desea trascender, porque sabe que no existe nada gratuito; que
nada existe porque sí. Y si ese pensamiento aflora generación tras
generación, ha de ser porque existen respuestas para el interrogante. Tú,
estoy convencido de ello, rebosas de ganas de vivir. Debes hacerlo; vive.
No te refugies en mí, tan necesitado y tan igual a ti en todo. Móntate
otro rollo, como dicen ahora los jóvenes - comenta el hombre.
- Qué fácil te resulta dar consejos - murmura la mujer.
- No tomes por consejos aquello que no son sino recetas de supervivencia,
estrategias ante una vida que se nos presenta a cada momento más y más
complicada. En realidad comprendo perfectamente a todos cuantos no
encuentran acomodo en este terruño, hecho a veces de pesadilla - expresa
el hombre.
CAPITULO IV
Es mediodía, hora del almuerzo. Seis horas juntos. El tiempo, maldito
tiempo, se avecina corto, escaso. Distancia, tiempo y recuerdos confluyen
para hacer aún más breve lo que al cabo queda en un recodo, que se dobla
cuando menos lo espera uno y dice adiós para siempre.
Comida frugal, que el mejor alimento es el de los recuerdos, miradas,
presencia, calor; palabras y pensamientos acumulados durante años pugnando
por salir y ofrecerse al otro, al calor del sentimiento común. Lavar el
alma emponzoñada por los pequeños venenos. Sacar a la luz los trapos
sucios de uno mismo. Aventar, sacudir las alfombras de la mísera sala de
estar; adornarla, ponerle flores. Abrir ventanas, expulsar los malos
olores. Sentir el cálido aliento, la proximidad del otro cuerpo...
Habla el hombre, más indeciso y plagado de contradicciones que nunca. Se
han vuelto las tornas:
- En ocasiones siento miedo hasta de respirar. Tomar partido constituye un
hecho traumático para mí. Soy un ser indeciso, contradictorio, pusilánime.
Creo que sin Dios no hallaría fuerzas siquiera para una vida vegetativa...
Cualquier hecho que suceda, ya sea en el lugar más remoto que imaginar
puedas, me afecta de una u otra forma. Entonces me pregunto ¿qué puedo
ofrecer yo a mis semejantes? ¿qué puedo ofrecerme incluso a mí mismo?
Nostalgias de sueños que sólo han tenido fugaz existencia en mi
imaginación. Nostalgia de recuerdos y de aquellos, que como bien dices,
quedaron atrás para siempre. Tú, aquellos amigos de las primeras
travesuras, con quienes forjé mi primer y definitivo mundo... Mundo que
desde entonces ha sido mi marco y referencia.
La mujer no interrumpe en esta ocasión al hombre. Luego dice:
- En efecto, nadie ni nada pueden detener el tiempo. Nos hemos cansado de
repetírnoslo el uno al otro - ríe - . Es inexorable. Sabemos nuestro
destino desde el instante mismo en que nacemos. Sólo que hasta que no le
vemos las orejas al lobo, tratamos de engañarnos con cuentos y fábulas.
Pero el espejo de la vida nos refleja cuerpos feos, cargados de tristeza.
La belleza se encuentra en la esperanza, en la ilusión; en el saber que te
encuentras aquí para algo, que pintas algo y que tienes a alguien a quien
de verdad importas. Quien posee todo eso tiene desde luego una razón
importante por la que vivir.
Impresionan al hombre la firmeza con la que la mujer expresa sus
pensamientos. Verdaderamente aquella no es la niña que embelleciera
durante años en la distancia, aun siendo como es en la proximidad más
hermosa que en el sueño:
- Hay veces - prosigue la mujer - en la casa, o en la calle, cuando el
agobio y la desesperación me sacuden sin piedad ante tanta y tanta
sinrazón que, para tranquilizarme y para que no me duela la cabeza -
Porque me duele cuando me pongo nerviosa- que fabrico una vida contigo...
Pero de inmediato me doy cuenta de que es un sueño más. Entonces, la dura
realidad del día a día se encarga de recordarme que el mundo ha perdido
los estribos y que cada cual cabalga a su antojo, sin respetar nada,
arrasando todo cuanto se interpone en el camino: flores, animales,
niños... Aunque supongo que es fácil decir que el mundo y sus gentes son
egoístas, y quedarse tan tranquila esperando la solución. Pero lo cierto
es que no es posible ese mundo de paz y armonía: falla la gente, que somos
todos, contaminados por siglos de mala uva e incomprensión.
El hombre, ahora en su papel de sacerdote, responde:
- Quizás no seamos tan desgraciados como piensas. En cierta medida somos
unos afortunados por percibir cuanto nos acontece y ser en parte dueños de
nuestros propios destinos - dice.
- Tú lo ves así. Y a mí también me gustaría decirte que pienso lo mismo;
que somos unos afortunados por formar parte de la sinrazón colectiva. Pero
si me he hecho un propósito antes de venir junto a ti, ha sido el de ser
absolutamente sincera contigo. No te regalaré los oídos con palabras que
no siento - responde.
- Y yo me alegro que lo hagas así. Deseo que seas sincera conmigo como lo
soy yo contigo; pero creo que la vida junto a ti hubiera resultado más
llevadera - dice la mujer.
Sonríe el hombre:
- Conmigo tu vida hubiera sido la misma. Y la angustia que experimentas
ante tanta sinrazón, sería exactamente igual a la que ahora sientes y
tratas de combatir... Es el mundo el que ha cambiado y no nosotros. No
añores algo que no sabes como hubiera sido. Tú me has idealizado porque
conmigo tan sólo has compartido sueños.
La mujer asiente de una manera un tanto mecánica:
- ¿Tú no me has idealizado? - dice.
- Sí. En realidad creo que tú y yo somos como dos gotas de agua, aunque es
probable que lo exterioricemos de manera distinta. ..........
Hora del crepúsculo. La mujer siente, ante el crepúsculo que se avecina y
el sabor de la luz de lo íntimo, la sensación de encontrarse en la
inmensidad de una playa en la que se es menos que un grano de arena:
- Tengo miedo de ser yo misma, y de intentar algo parecido a eso de
quererme a mi misma - dice - Además, como tú, pero con la desventaja de
ser mujer, carezco de alternativas. Me encuentro sin fuerzas para
abandonar el carril en el que me han encauzado.
El hombre aspira con fruición. Luego suspira lentamente, igual que su
respuesta:
- No te culpo por ello. A mí me sucede igual. Te comprendo perfectamente.
Perdona si te he sugerido algo que en mi fuero interno yo mismo sería
incapaz de realizar.
- ... - silencio de la mujer.
El sacerdote une de nuevo sus manos, esta vez en actitud de plegaria; se
concentra. Dice con sentimiento profundo:
- Me gustaría volver a nacer. Nacer a otra vida, con los conocimientos de
ésta... Te conocería profundamente. No te dejaría marchar. Construiría una
isla sólo para ti.
La mujer ríe.
- No aguantarías mucho, bien lo sabes. Te gusta soñar islas inexistentes.
Seguro que no aguantarías dos días seguidos.
- Contigo lo haría - afirma con seriedad el hombre.
- Yo sin embargo creo que una vida así no sería compatible con tu forma de
ser. Te cansas en seguida de todo - reafirma la mujer.
- Lo conocido, cuando se ama, se embellece más y más al transcurrir del
tiempo. Siempre surge una arista en la que descubrir un nuevo matiz, un
nuevo brillo - coquetea el hombre.
- Fantasía no te falta - ríe una vez más la mujer - Dentro de poco seremos
ya unos viejecitos, que con suerte tomaremos el sol en cualquier ajetreada
placita recordando batallas. Toda la belleza - dice, congelando
súbitamente la sonrisa - se la habrá llevado el maldito tiempo. El maldito
tiempo que nos atormenta - repite.
Responde el sacerdote, quebrándosele la voz:
- Estoy contigo en que la belleza física no es lo más importante. Te hablo
de la belleza interior, que tu marido comparte y yo envidio.
Se conmueve la mujer.
- ¿Lloras? Hace tan sólo un segundo reías con ganas y ahora lloras - dice
el sacerdote.
- Sí - musita la mujer.
- ... - el silencio parte del hombre.
- Lloro porque no hay derecho y porque no puedo hacer otra cosa - reafirma
la mujer.
- Yo también he llorado por ti. Pero no puedo hacer nada. Tus lágrimas no
me pertenecen - se entristece el hombre.
La mujer hace un gesto de abatimiento. Se siente desbordada:
- Será mejor que me vaya. Ya es tarde. Mi marido no sabe de mí. Seguro que
a estas horas comenzará a sentirse preocupado.
- ¿Entonces...? - interroga el hombre, arqueando las cejas.
- Entonces, adiós Juan - contesta la mujer.
- Adiós me dices, ¡pero tú sabes que la puerta de mi cuarto permanecerá
abierta¡ - exclama vehemente el hombre |
CONTINÚA>
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