|
TU AMOR, QUE ES COMO UN RÍO
Francisco Limonche Valverde
<CAPITULO ANTERIOR
CAPITULO V
Mi pueblo queda lejos en el recuerdo; ella queda lejos..., y el tiempo se
me hace llaga.
Siento el castigo de un pasado que muestra deleites, de seguro nunca
experimentados. Sueño mi pueblo y se que no existe: mi pueblo no existe;
ella no existe... Yo creo que ni siguiera Dios existe.
Aún no he vivido y ya me encuentro cansado. Siento hasta la misma raíz del
origen un vacío repetitivo; siento que nada es verdad o tampoco mentira.
Miro hacia dentro y ya no me veo. Fabrico un recuerdo y se me deshace en
los dedos. ¡Dios, que cansado estoy de no haber vivido!.
¿Dios... ? ¿Dónde estás? De tanto llorarte se me han hecho trizas los
labios... ¡Ven, ven!, He suplicado, gemido... La respuesta, sólo dolor y
vacío.
Me falta esperanza ¿o tal vez me sobra? Por no saber no sé ni porqué
vegeto. Mi pueblo está ahí. Lo puedo acariciar con la yema de los dedos.
Pueblo mío: pueblo donde moran mis recuerdos. Pueblo al que me aferro como
un náufrago a la tabla salvadora. Ella está en ti... Mujer, pueblo mío, os
invoco para escapar de este destierro; para ser original en la respuesta;
para encontrar dicha respuesta.
Un sollozo blando y cobarde se me escapa de las entrañas. No lo domino; lo
dejo. Soy débil hasta para ser débil. La nostalgia de un algo que no sé
explicarme empaña mis razonamientos. Todo me resulta familiar y a la vez
desconocido.
Allá, a lo lejos, una canción, un suspiro, una
mirada que es negra como la noche negra; una caricia que no puede ser,
porque de lo contrario habría que convenir en que Dios existe, y Dios no
existe; la caricia no existe, es pura fantasía.
Ese brillo en sus ojos es falso; son ojos que se cubrirán o han cubierto
de un manto térreo... ¡ No, no me mires ni en sueños!
Mujer, si me quieres, no permitas que despierte de este sueño. Húndeme tu
puñal de olvido en lo más profundo... Por Dios, mujer; por nuestro pueblo
y por nuestros muertos... No quiero; no puedo despertar.
Pero he de despertar. Dios mío, ayúdame. De nuevo me refugio en ti, que
siempre has sabido de mis anhelos... Pero no; no puedo, no debo. No soy
nada; y quien no es nada no puede aspirar a nada. Tengo miedo. No quiero
dormir... Son las tres de la madrugada. Me aterra cerrar los ojos. Si los
cierro del todo, quizás ya nunca los vuelva a abrir... No quiero dormir.
Si muero reposaré en otros cuerpos; algunos ya descompuestos; otros... Si
los abro quizás despierte en ... ¡Dios mío! Es todo tan complicado ¡Por
qué la esperanza si el porvenir se presenta tan vacío?. De seguir a este
ritmo al final no sabremos si somos personas o máquinas...
- El hombre no es feliz. Generación tras generación, ya individual ya
colectivamente, ha intentado superar, poniendo en ello todas las fuerzas
de la razón, ese estado en el que le han dispuesto los avatares de su
condición de ángel caído. Cuando ha dominado, su condición de dominante le
ha permitido disfrutar de un cierto grado de gozo. Cuando ha sido él mismo
el dominado, ha luchado por verse libre de la opresión, del dolor o de la
miseria. Luego de lograr el objetivo, en el que ha dejado parte de su
propia razón, han sido otras las causas por las que luchar: la enfermedad,
el hambre, la angustia ante el más allá, la injusticia. Siempre en el
anhelo de la felicidad. Sí, felicidad; y no es del desagrado de Dios tal
anhelo. Lo son los medios utilizados; medios que vienen a dar por válida
toda causa que justifique el objetivo perseguido. Se puede y debe ser
feliz en la entrega a los demás, en la conformidad con lo que la vida nos
depara..., sin pretender ser pájaro o flor, porque el hombre sólo puede
ser hombre y no otra cosa - me decía en una ocasión el Padre López.
- Pero ¿puede el hombre conformarse con su suerte, cuando sufre la
iniquidad y la injusticia? - pregunté yo.
- El ser humano ha de proclamar en todo momento la grandeza del creador.
Es tan increíble el fenómeno de la vida, y tan dulce la maravilla del
hacedor, que no debiera hacer uno otra cosa a lo largo de su existencia,
que dar gracias a Dios por ser testigo y partícipe del hecho divino. La no
existencia, limbo en el que se permanece a la espera de un hálito de vida,
es un pensamiento que de puro insoluble causa terror espantoso. Gozar de
la vida, incluso en las condiciones más penosas e insoportables que
imaginarse uno pueda, constituye el mayor de los regalos... Pero,
respondiendo a tu pregunta, el hombre, entiendo yo, jamás ha de admitir la
injusticia o la iniquidad. Aún en casos de grave injusticia, no debiera
causar daño o dolor a otros hombres, criaturas modeladas por un mismo
hacedor. La paz es la primera y única batalla que ha de librar el hombre
consigo mismo - respondió.
- Padre, quisiera comprender todo cuanto me dice. Pongo lo mejor de mi
voluntad en ello. Creo incluso intuir el sentido último de sus palabras;
pero me resultan difícilmente asumibles, cuando hay seres que por no saber
no saben ni porqué vegetan - le espeté con una cierta desazón.
- Hace un siglo Nietzsche escribía estas palabras "¡Dios ha muerto! ¡Y
nosotros lo hemos matado! Jamás hubo hazaña más grande. Y quien venga
después de nosotros pertenece, a causa de esta hazaña, a una historia
superior a toda historia anterior", en la inteligencia de que de alguna
manera la religión dejaba de tener interés para el hombre a partir de
entonces. En efecto, los filósofos han ensalzado, vituperado, destruido,
ignorado o aclamado a Dios; pero Dios permanece inmutable en la conciencia
humana, pese a que las fuerzas del mal tratan en todo momento de ofrecerse
como alternativa. La religión no es sino el principio que une a los
hombres en torno a Dios. El hombre, desde que abandona su condición
salvaje y se hace sedentario, busca satisfacción a la pregunta que
invariablemente se le presenta ante cualquier conflicto. La respuesta
siempre es: Dios. No importa lugar o tiempo; no importa estado o situación
en que se halle. Todo invoca a ese principio genético que diferencia a
hombres de bestias. Hay hombres que en verdad vegetan, y no sólo por causa
de enfermedad, sino por la propia pasividad frente a una vida plena de
vivencias... Con independencia de esto e incluso pese a ello, afirmo que
la grandeza de Dios se manifiesta también en la vida primaria o vegetal
del hombre concebido - respondió.
- Con tanta frecuencia se hace uso del nombre de Dios, que se nos plantea
la duda de si esto no será un argumento para enfrentar a los hombres entre
sí. Yo siento ese amor, ese impulso que induce a la entrega; ¿pero no será
ello sino una respuesta colectiva de adaptación, en la que por mor de un
orden superior, no sabemos dónde originado, unos seres ha de sacrificarse
por otros en aras del equilibrio de la especie? - razoné yo.
- La adaptación al medio no surge de la razón, sino de la naturaleza
animal del hombre. Pero la religiosidad, el hecho religioso, surgen
incluso en el ser solitario, alejado de todo contacto con sus semejantes.
Es algo más, Juan. El amor de Dios llega a todos por igual, pero el hombre
es espejo que refleja; y hay espejos limpios, sucios, traslúcidos,
transparentes, opacos... No cometeré la soberbia de decirte donde creo yo,
nos hallamos encuadrados los sacerdotes. Sin embargo, entiendo que debemos
ser espejos que reflejen toda cuanta luz reciben - sonrió.
- Padre. ¿Y si todo fuese una burla de la naturaleza, pues el hombre es un
accidente, pese a que exteriorice sus miedos con la razón? - interrogué.
- Se dice, querido Juan, que no existen grandes dilemas, sino preguntas
inadecuadas. Y el hombre, desde el instante mismo en que se inicia su
andadura sobre la Tierra, se repite una y otra vez ¿quién soy?, ¿de dónde
vengo?, ¿adónde voy?... Preguntas que pese a lo evidente y claro de su
contundente arrogancia, es probable que no sean las más adecuadas, pues no
difieren sustancialmente de aquellas que antaño se hicieron nuestros
ascendientes... Existe en el hombre el ansia, el deseo vital de ser
hombre; de ser hombre y alcanzar la armonía... Sí; armonía de los tilos
perfumados; del agua cristalina y del sol que calienta a todos por
igual... Armonía del aire puro, del equilibrio anímico; del amor, de la
felicidad... No obstante, a cada paso, a cada nuevo tropiezo, el hombre no
halla sino murallas de aquellos otros que en definitiva anhelan lo mismo.
El hombre aprecia la evidencia de Dios en cada acto, en cada
descubrimiento o suceso. Y sin embargo parece que uno vive permanentemente
aferrado a la idea de que por si un acaso "hay que sacar la mayor tajada
posible a esta vida". Apetencia que al fin y al cabo sólo es posible
lograr de otros sufrimientos... Yo diría que ante cualquier duda la
respuesta ha de ser luz; no ansiedad; frente a la sinrazón, sonrisa;
frente a la ausencia de espacio mental, alas para el pensamiento; frente a
la injusticia, decisión - me dijo dándome una cariñosa palmada de
complicidad.
- Parece todo tan evidente para usted, padre. Y para mí resulta cada vez
más confuso. Comprendo a quienes intentan el refugio en el alcohol, las
drogas... - le dije.
- Querido Juan, nos hallamos en mitad de la travesía. El género humano se
encuentra en una encrucijada; un hito referencial como aquellos otros que
han determinado el rumbo de la humanidad en su conjunto. Pero el presente,
en esta ocasión, se halla plagado, tal vez como nunca antes lo estuviera,
de tensiones, amarguras y en cierta medida de una indiferencia
generalizada por el bien común. No es extraño por ello que algunas
personas, indudablemente de buena fe, se dejen atraer por otros horizontes
y dejen tras de sí la luz de Cristo, en la esperanza de una hipotética
felicidad a cualquier precio, que dé sentido a sus existencias. Pero
crisis de identidad, crisis depresivas, de toda laya y condición, siempre
las ha habido. Ahora, sin embargo, inmersos en una historia que no cuaja,
en guerras encubiertas que masacran diariamente a cientos de inocentes, no
resulta extraño que esa difusa conciencia colectiva, asuma una actitud de
pasividad e incluso permisividad, alarmante para todos cuantos tratamos de
aportar la luz de Cristo como alternativa... Ciertamente la esperanza se
ha trocado en angustia. Impotentemente sometidos al cruel vaivén de los
grandes de este mundo, el mañana se nos presenta inalcanzable. Por ello en
ocasiones se olvida al prójimo; se olvida al padre o al hijo, pese a que
en los escasos instantes de lucidez que nos permiten las prisas diarias,
la cordura dé paso a un pequeño rayo de cariño. Admito con tristeza que el
egoísmo más descarado forma parte del comportamiento general. Y no tan
sólo egoísmo de compartir unas pocas migajas de lo que nos sobra, sino de
compartir aquello que se precisa con mayor urgencia: amor. Así, aferrados
a nuestras míseras posesiones, formamos escudo contra la tangible realidad
del cada día, soñando una mañana inexistente...
Las enseñanzas del padre López inducían en mí sentimientos
contradictorios. Por un lado me eran válidas para, digamos, orientar
jerárquicamente el sentido de mis pensamientos; por otro me hacían sentir
cada vez más solo en aquella celda en la que sospechaba había sido
dispuesto por deudas contraídas en no sé qué otra dimensión.
Podía asumir con el padre López que el hombre pasa por la vida como las
estaciones del año. Primavera de luz y nacimiento, en la que descubre lo
bello y la luz. Verano de calor en que la fatiga sucede a la ternura de
las flores. Otoño de nostalgias, apenas transcurrido un soplo de tiempo; e
hielo de invierno, que petrifica para retornar de nuevo a los orígenes,
donde quizás ya no se es nada; donde toda certeza de ser diferente
transmigra a una especie de memoria colectiva, ajena a cualquier otra
forma de existencia. Sí, padre López, concluyo que el hombre se encuentra
enfermo de futuro. Un día, tras conocer las excelencias del paraíso, quiso
saber si esa agua cristalina, si esos frutos que se le regalaban a los
sentidos, tendrían duración eterna. Aquello fue su perdición. Al fin y al
cabo se hallaba en una cárcel y no hacía sino rebelarse contra el
carcelero. Desde entonces: miedo, horror al vacío; búsqueda de nuevos
paraísos... Fuera el caos; la disolución, el fragmentarse en infinitos
pedazos que viajan de uno a otros mundos; de unos a otros sueños.
Horror, en efecto, porque a veces siento que amo a Dios con una fuerza que
trasciende la escasa del cuerpo limitado, y otra que debo seguir
escarbando hasta dar con la respuesta para enfrentarme al deseo imperioso
de fundirme en ella, probablemente tan necesitada de sosiego y de amor
como yo.
Y es un miedo que supera cualquier otro sentimiento o experiencia, porque
tras la luz de unos ojos que no perciben sino lo que las cosas reflejan,
es seguro que se esconde quien juega con el guiñol, siendo que somos sólo
eso: muñecos en manos del actor galáctico, que en el momento que ya no
precise de nuestras risas, arrinconará la enmohecida carcasa en cualquier
desvencijado rincón o fundirá nuestros huesos en una masa informe para
forjar juguetes nuevos.
CAPITULO VI
Algunas vivencias del pasado me resultan especialmente gratas, como la
acaecida el mes de julio de mil novecientos sesenta y tres. Contaba yo por
entonces trece años de edad, cuando vine a descubrir toda la carga de
sensualidad latente, oculta en el fondo del alma de niño que era por
aquellos cada vez más alejados días.
Tomaba Susana el sol, tras haberse dado un chapuzón en una alberca
cercana; yo correteaba por el lugar con unos amigos.
Nos miramos; ella me sonrió y me dijo algo relacionado con la escuela; no
recuerdo exactamente qué. Yo me senté a su lado, abandonando el juego.
Qué bonita Susana con su biquini blanco. Sus piernas largas y prietas,
apuntaban a otras más propias de mujer. Su cuerpo, sus brazos ágiles y
delgados; su dulzura de niña bonita; y en su carita, una sonrisa como una
flor.
No recuerdo exactamente cómo; pero la conversación comenzó a tomar los
derroteros de la sangre. Susana me dijo algo relacionado con un lunar muy
bonito que tenía en los pechos. Yo, lógicamente, quise verlo enseguida; y
ella, que se cubría exageradamente las leves protuberancias que pugnaban
por florecer en una niña de doce años, nerviosa, quiso mostrármelo. Pero
con tan buena suerte para mi que cuando deslizaba hacia abajo la parte
central del sujetador, éste se le vino a quedar entre las manos,
regalándome - regalo sin duda del mismo cielo - la dulce y maravillosa
visión de dos infantiles pezones rosas.
- ¡No mires! - me dijo muy nerviosa.
Ahora me hace gracia, me parece tan tierno y tan bello que creo que vale
la pena vivir la vida siquiera sea por disfrutar de instantes así. Porque
Susana no tenía sino unos pequeños bultitos; y ya sin embargo comenzaba a
florecer como mujer, a la vez que comenzaba...; comenzaba a llorar:
- No; si no miro - respondí nervioso y excitado.
- Ha sido... ha sido sin querer - dijo mi ángel tratando de retener las
lágrimas.
Intentó ponerse en pie; huir de mí, avergonzada.
- No te vayas - le dije.
- Se me ha caído sin querer - insistió.
- Ya lo sé. Pero eres mi amiga; no me importa - le dije.
- Sólo quería enseñarte el lunar - me dijo.
- Y es muy bonito - respondí.
- Pero también me has visto lo otro - suspiró con un mohín.
- Y son también muy bonitos - le dije, poniéndome irremediablemente
colorado.
- Enseñar los pechos es pecado - dijo, ya más calmada.
- Si se los enseñas a alguien que te quiere mucho, seguramente no es
pecado - sonreí con todo mi cariño
No sé con exactitud que cambios comenzaron a operarse entonces en mí, pues
aunque trataba de mantenerme tranquilo y sosegado, las palabras y el
temblor de labios me desbordaban por completo.
También me temblaban los dientes. Una sensación nerviosa y excitante
recorría por entero todo mi ser. Por otra parte era incapaz de dar un sólo
paso, pues de igual manera a como un arbolillo pugna por salir enhiesto de
entre la tierra, la parte más masculina de mi cuerpo hacía tiempo que
había tomado voluntad propia:
- Susana, cuando me encuentro contigo me siento muy bien - le dije sin
fuerzas y con voz de trapo, a la vez que me dejaba vencer por aquella
extraña y desconocida sensación.
- A mí me sucede lo mismo - me dijo.
La respiración de Susana, tal como la mía, se fue haciendo más y más
agitada. Sus pechos, gloriosos luceros que momentos antes había tenido la
dicha de contemplar, ascendían y bajaban en dulce y rítmico compás.
Llegado un momento ni a ella ni a mí nos resultaba posible hablar:
electricidad en el aire y un profundo y prolongado escalofrío, dulce como
la muerte dulce, nos mantenía unidos.
Quise darle un beso, tocarle las piernas; acariciar su ombligo; echarme
encima de ella y... comérmela a besos:
- Juan - me dijo.
- Susana - le dije.
Y quise, Dios mío, comer sus labios de fresa; decirle que bonita eres y...
Ella no apartaba su mirada de mí; yo, hipnotizado, me dejaba querer. La
veía tan bonita que repetía como un tonto "cuando estoy junto a ti me
encuentro muy bien".
Y no sé en que momento la cogí de una mano, mano cálida y suave...; Mano
que vino a unir cielo con tierra, luz con oscuridad. Y fue en ese momento
cuando se nubló todo mi ser; la noche se me hizo estrella entre los
párpados y alrededor el canto de los querubines del paraíso.
¡Qué sensación tan inenarrable! El aire impregnado de perfumes; y ella y
yo, embebidos en el hechizo, con la simple presión de la mano, amándonos
intensamente.
Pero llegado un instante no pude más. Los músculos se me distendieron por
completo. Y de improviso, sin saber cómo, en dulce y prolongado
escalofrío, vine a romperme en pedazos. Y sin soltarme de la de ella, le
transmití los tres primeros estremecimientos de hombre que recorrieron mi
cuerpo.
- Susana - le dije blanda, suavemente.
- ¿Qué?- respondió ella encarnada como una amapola.
- Que bien estar contigo - susurré.
CAPITULO VII
Junto al padre López, pero anterior en el tiempo, una de las personas que
más influyeron en mi fue Don Luis, el Manco.
Y no fueron las suyas malas enseñanzas, sino simplemente las que bebí y
mamé, forjando a la luz de sus revelaciones, una extraña combinación de
filosofía de vida e idealismo, que probablemente habrán de condicionar mi
vida hasta el día de mi muerte.
De Don Luis aprendí - si es que ello puede aprenderse - que la bondad debe
impregnar todas y cada una de cuantas acciones se emprendan, puesto el
objetivo en el bien común. Como contrapartida a tan bellas enseñanzas,
todas las contradicciones que envolvían su espíritu trastornado, me fueron
traspasadas en su práctica totalidad, contribuyendo a moldear el mío
propio en los irreales perfiles de la utopía.
Don Luis tenía diecinueve años cuando comenzó la guerra, que le cogió
recién huido del seminario en el que estudiaba para cura.
Comentaba que durante varias generaciones en España se viviría de una u
otra manera bajo el recuerdo de la guerra; que aquello había sido una gran
pérdida para todos; y que sólo los hijos de nuestros hijos vivirían
realmente una paz auténtica, una paz en la que el recuerdo de la guerra
viniese a constituir un simple dato histórico.
- Para vivir la paz hay que mamarla desde chico - me decía.
Me hablaba al atardecer, a veces en compañía de Susana, sentados los tres
en unos taburetes junto al portalón de la casa; y lo hacía de sucesos que
nos mantenían subyugados, escuchándole con la boca abierta:
- Había noches en las que se paraba hasta el silencio - me decía - Se
escuchaba el crujir de las ramas al ser pisadas por las ardillas; se oía
la respiración del enemigo, agazapado a la sombra... y había momentos,
cuando me olvidaba de todo, de la guerra y hasta de la madre que me parió,
que me detenía a mirar las estrellas; y entonces me sentía parte de ellas.
Como si toda la luz que llegaba de arriba formase de alguna manera parte
esencial de mi alma y yo parte del propio cielo... Tenía miedo, porqué
negarlo. Había noches en las que en cada matorral, en cada pino, en cada
haya o acacia parecía haber escondido un regimiento entero; y que de uno a
otro momento iban a saltar sobre nosotros - nos decía.
En ocasiones Don Luis interrumpía su relato y permanecía durante algún
tiempo en silencio, hasta que una vez reorganizados los pensamientos,
proseguía:
- A veces, en mitad de los tiros, escuchaba el ¡ay! de quien acababa de
caer herido o muerto... ese ¡ay! me llegaba al alma, porque podía ser el
lamento de un amigo e incluso el lamento de mi propio hermano, que estaba
del otro lado... Entonces el ruido de los disparos, el olor de la pólvora
y de la muerte, me hacían enloquecer; y disparaba sin descanso, sin dar
tiempo a que se enfriara el fusil.
El porqué se explayaba conmigo don Luis pese a la diferencia de edad y de
entendimiento era fácil de comprender; yo le prestaba una atención
reverencial y le quería como a un amigo. Pero aunque le quería y me
quería, no siempre era capaz de adivinar el verdadero sentido de cuanto me
decía.
- Conviene olvidar la guerra... Pero no; conviene no olvidarla. No hay que
olvidarla. Hay quien piensa todavía que aquella fue una guerra necesaria;
pero no hay guerras necesarias. El mundo es muy pequeño, muy limitado ; no
se le puede rapiñar más - murmuraba.
Don Luis me contaba, no sin cierta amargazón, pese a los muchos años
transcurridos del hecho, la terrible experiencia vivida al poco de
iniciarse la contienda, cuando se vio en la necesidad de matar a un hombre
a puñetazos.
- Yo no quería, pero me volví loco. Me entró el miedo a la muerte y no
pude - se lamentaba.
Y me decía, narrando por enésima vez el suceso, como le enviaron a espiar
el movimiento de una sección de soldados enemigos, que merodeaban cerca
del lugar en el que se hallaba acantonada su compañía.
- Pero que te desuellen vivo antes de decir nuestra posición; que no sepan
ni como te llamas si te cogen - le había ordenado su capitán, enviándole a
la misión sin más armas que las manos.
Don Luis miraba hacia el horizonte, interrumpiendo su monólogo ante
cualquier inoportuno pensamiento; luego hilvanaba la conversación punto
por punto con lo anterior y proseguía:
- Llevaba mucho miedo. Pero también el convencimiento de que si me
pillaban no diría nada. Antes bien me dejaría matar... Bien, todo
transcurría a la perfección. Al llegar la noche localicé el lugar en el
que se hallaba el enemigo. Me disponía a regresar para dar cuenta al
capitán del descubrimiento, cuando me sorprendió un ruido. Era un muchacho
haciendo de vientre, imprudencialmente alejado de la sección. Yo no
llevaba ni un mal cuchillo de monte. Debí de hacer algo de ruido al pisar
unas ramas secas, pues me dijo, con muchisimo miedo en la voz "¿Quién es?"
- Uno - respondí con voz aflautada.
- ¿Julián? - volvió a decir, entendiendo yo que se refería a alguno de sus
compañeros con voz parecida a la mía.
- Sí - respondí con firmeza.
- ¡Sal con las manos en alto - gritó, y por el tono de su voz comprendí de
inmediato que el tal Julián era algún tipo de contraseña que requería otra
respuesta distinta al "sí".
Fue entonces cuando me jugué el todo por el todo. Sabía que no tenía
opción alguna de escapar si el soldado daba la voz de alarma. Era precisa
una actuación inmediata. Hice cálculos con la celeridad del rayo y deduje
que si me lanzaba a ciegas, probablemente contase con alguna posibilidad;
de lo contrario sería hambre muerto, pues el otro había cargado su arma y
se aprestaba a disparar. Todo esto, aunque te parezca mentira, se me
ocurrió en menos de un segundo... Como te digo, me lancé en tromba y dio
la casualidad que el pobre me esperaba del otro lado. No andaba mal de
reflejos - decía señalando el muñón de su hombro izquierdo y lo miraba
largo tiempo -. Pero no le di tiempo a más; sabiendo que mi vida dependía
de mis puños y con una fuerza que creo gasté en ella la energía de dos o
tres años, le di tres puñetazos seguidos en el mentón. Y por Dios que lo
maté... Allí quedó, con la cabeza a un lado, muerto y en mitad de su
propia suciedad, un muchacho que no debía ser mayor que yo. Después salí
corriendo, sujetándome el hombro izquierdo con la mano derecha, tropezando
en matorrales y acacias, dejándome la piel a tiras por el camino, con sus
ojos de sorpresa fijos en mí a cada paso... No me dolía el brazo, que
llevaba prácticamente colgando, sino un dolor muy de dentro, pero me
llevaba la mano al hombro porque no la podía meter al corazón... De ese
muchacho no supe más. Pero supe que lo maté, porque noté que se quebraba
lo mismo que un cristal.
Don Luis hacía un enésimo silencio, siempre igual, en el mismo punto de la
narración. Luego medio gritando y como enfadado me decía:
- ¿Pero a ver porque te digo yo a ti esto si tú eres un niño y no me
comprendes?
- Sí le comprendo - respondía yo.
- Tú nunca hagas la guerra Juan. No la hagas; es cosa de criminales... Yo
amo a España más que a mi vida. Pero ni un sólo palmo de esta tierra
merece la sangre de un ser humano. Ni el mundo entero la merece... Mira el
cielo; las estrellas ¿Ves eso blanco, como del color de la leche? Es la
Vía Láctea. Pues en comparación nosotros es como si no existiéramos. Es
algo así como si esos millones de estrellas fuesen el mar y nosotros la
gota de agua dividida en un millón de partes... Una millonésima de gota en
un océano dentro de otro océano.
............
Cuando no era don Luis era Mauricia, la mujer del mayordomo, la que nos
contaba historias de hombres malos "que sacan la sangre a los niños para
llevar la juventud a viejos muy ricos de lugares lejanos". No obstante y
para no asustarnos del todo, nos decía que a los niños los protegía un
espíritu bueno.
Para Mauricia cada animal, insecto o planta e incluso la roca misma tenían
vida propia, ocultaban un espíritu elemental. Así nos decía de un pajarito
que cada mañana a la misma hora se posaba en su ventana:
- Es el alma de un niño que llora porque murió de pena.
- ¿De pena, Mauricia? - preguntaba yo con inmensa curiosidad y tristeza.
- Sus papás no le querían y un día se dejó morir. - respondía.
A pies juntillas creíamos cuanto nos contaba Mauricia:
- Las piedras también tienen vida. Una piedra es la lágrima de un hombre
que ha hecho mal a los demás. Las piedras se harán aire el día en que el
hombre deje de sufrir.
Y si Mauricia nos hablaba de veguitas celestiales, nos parecía hallarlas
en las de nuestros campos, preñadas de violetas y clavelitos perfumadas,
tallos tendidos blancos y sonrosados, en las que habitaban hombres no más
grandes que un dedo meñique; hadas como mariposas y grillos de alas de
plata. Y por encima de todos un ser bueno, un poco cachazas, de barbas
largas y canosas:
- Es el buen Dios - nos decía riendo, como quien habla de un amigo
cercano.
También nos decía que en aquellas veguitas - así suponía ella dividido el
cielo -, se escuchaba el permanente murmullo del agua que era sonido para
olvidar los dolores de los que sufren.
De tantas y tan variadas cosas nos decía que a veces nos costaba engarzar
unas con otras. Y pasaba de hablarnos del cielo a hacerlo de las
margaritas a la llegada de la primavera:
- Son cariños de mujer - sonreía.
Si a sus oídos llegaba la noticia de alguna desgracia, acaecida en no
importa qué lugar, manifestaba:
- El mundo tiembla porque el hombre es malo.
A veces, cuando soplaba el viento que dobla árboles y hace crujir
ventanas, nos decía con voz penetrante y misteriosa:
- Callaos niños. Pasa el demonio. El viento malo que arruina cosechas.
Dejarle pasar; que no nos vea.
Escuchábamos llenos de asombro y admiración las explicaciones que daba
Mauricia a las cosas más sencillas, suponiendo en todas ellas un algo
mágico y sobrenatural. Pero aunque parezca un contrasentido, pese a la
reverencia con la que la escuchábamos, todo comenzó muy pronto a sonarnos
a cuentos de niños:
- Mauricia, en la escuela nos dicen que el viento se forma en las nubes y
que nada tiene que ver el demonio - le dijimos en cierta ocasión.
- ¡Los maestros... Esos si que debieran ir a la escuela! - replicó
enojada.
CAPITULO VIII
Puerta de la calle sin pestillo; la de Juan, segunda del pasillo a la
izquierda, abierta.
La mujer, se aproxima con el corazón acelerado, sintiendo que en su
golpear éste va a salírsele del pecho.
- ¿Hola? - dice en un susurro, repiqueteando en la puerta con los dedos
suavemente.
Nadie responde. Entra con sigilo. El hombre parece dormir. Tiene la
almohada sujeta por ambas manos, abrazado a ella como quien abraza a una
mujer. A través de un tenue rayo de luz, percibe el rostro alterado. Juan
ha dormido con la ropa puesta. Acaricia sus cabellos revueltos:
- Hola, soy yo - le dice.
El hombre despierta. Su expresión se dulcifica de manera instantánea.
Contempla a la mujer con infinito amor, como quien tiene la certeza de que
el ser amado ha retornado tras larga ausencia y no le da más importancia
que una sonrisa:
- Amor mío - dice, y la atrae hacia sí, estrechándola entre sus brazos,
besándola apasionada, intensamente; con la enorme fuerza del primer beso.
La mujer lleva encima un liviano camisón. El hombre siente el calor de las
formas suaves... Tibieza, eternidad, fusión. Al instante, dos cuerpos
desnudos se funden uno en el otro, pretendiendo la integración total,
célula a célula. Luego de ello la explosión, un universo de
constelaciones, estrellas, galaxias. Al cabo, el dulce reposo:
- Qué hermoso estar así... ¡Que se detenga el tiempo, por favor! - exclama
feliz el hombre.
- No grites, tonto. Se van a enterar los vecinos - acaricia la mujer.
- Si es que me gustas más que un caramelo - sonríe el hombre.
- Y tú a mí más que un bocadillo de garbanzos - bromea la mujer.
Ríen ambos.
- Pues tú a mí más que comer con los dedos - corresponde a la broma el
sacerdote entre carcajadas.
- Que tonto eres - dice la mujer de nuevo.
- Soy un tonto que te adora; que está loco por ti; que te quiere más que a
nada... - expresa con la intensidad del amor verdadero.
Guardan silencio. Fijan la mirada en algún punto del sentimiento común. No
piensan en nada. Simplemente disfrutan del sosiego en compañía.
...........
- ¿Cariño...? - murmura el hombre, dejando flotar el interrogante de un
pensamiento
- ¿Dime? - se interesa la mujer.
-...- silencio del sacerdote, que deglute una pregunta.
- ¿Dime? - repite la mujer.
- ¿Es así como lo haces con tu marido? - dice el hombre al fin.
- ¿Porqué me haces esa pregunta? - inquiere sorprendida la mujer.
- Por nada, olvídalo - hace el hombre un ademán de no dar importancia al
tema.
La mujer no parece dispuesta a dejar preguntas sin respuestas. Se
incorpora hasta quedar sentada y dice contemplándole fijamente:
- Me casé con mi marido por cariño; no por amor. Ya lo sabes... Cuando mi
marido y yo hacemos el amor lo hacemos y ya está. Yo al menos no me
detengo a pensar en esta postura o en la otra. Al hacer el amor contigo no
he pensado en nada. Sólo en que te quiero - responde en la tibieza del
cariño que se le diluye entre los pliegues de su carita de jazmín.
- Perdóname, por favor. A veces digo cosas de las que me arrepiento de
inmediato - se lamenta el sacerdote.
..........
Han decidido permanecer el día entero en la cama. Ni siquiera se
levantarán para comer:
- Nos alimentaremos de amor y de besos - acordaron antes de quedar
profundamente dormidos.
Pero apenas el sol apuntaba su fugaz herida de luz, el hombre, despierto,
sin hacer ruido, se perdía en la tierna contemplación de la mujer.
Prendado la miraba como quien mira a una rosa, presta a quebrar al menor
contacto. Toda su sensibilidad, sus cinco sentidos, aún en cierto estado
de laxitud, experimentaban una sensación sensual más cercana a lo
sobrenatural que a la respuesta de la carne. No le parecía sino que
siempre se hubiera encontrado así, en aquel estado.
Luego, el despertar suave, relajado de la mujer; su abrazarse a él.
Sonrisas, palabras.
Hablan, hablan. Cosas menudas; cosas importantes, cosas intrascendentes:
fantasías, verdades, comentarios. Hablan por hablar; por aclarar pequeños,
grandes, lejanos malentendidos; por entenderse mejor, por ayudarse
mutuamente:
- En cierta ocasión - decía el hombre - me hicieron un estudio
grafológico. El resultado decía así: extremadamente sensible, con clara
tendencia al pesimismo. Suele caer en graves y profundas crisis de tipo
depresivo, de las que se recobra con enormes dificultades. Rapidez de
pensamiento y de acción; nerviosismo, impaciencia y ramalazos de genio,
mal contenido... Bueno, la verdad es que me lo sé de memoria, de
repetírmelo una y otra vez... No me gusto; intento corregirme; ser
distinto. Pero como puedes comprobar, y no sólo por el estudio
grafológico, sino por mi forma de actuar, soy contradictorio, débil hasta
para ser débil.
Responde la mujer:
- La verdad es que me sorprendes más y más a cada momento. Evidentemente
ya no eres el joven de los quince años. Desde entonces han tenido lugar en
el mundo millones y millones de actos hermosos, a la vez que otros tantos
crueles, dolorosos, indignos... Pero, que quieres que te diga, me gustaba
más tu impetuosidad de joven que aspira a arreglar él solito el mundo.
Ahora te preguntas todo; no ves más horizontes que tu horizonte. Y no
quiero dejarte así. Quizás en mi caso resulte irremediable. Pero a ti te
queda mucho por hacer. No puedes permitirte el desfallecer. Seguramente,
después que me vaya, no pueda reprimir la tentación de llamarte de
nuevo... No quedaré tranquila y con mi intranquilidad te haré daño. Deja
de depender de mí o de mi recuerdo... Deseo..., quiero que contemples el
futuro con el optimismo del que tú pretendes colmarme. Nos hemos visto;
estamos juntos; nos amamos... Te quiero; te querré siempre. Vuélcate en el
futuro, en tus feligreses. Olvida menudencias. Sabes lo que deseas; lo
sabes muy bien. No te atormentes más con sueños irrealizables. No hagas
caso de ese estudio grafológico, ni de tu corazón, si te pide un
imposible... En todo caso, si tu corazón se obstina, piensa que esta
puñetera vida es breve; que es como un tributo que hemos de pagar a
alguien que no nos quiere demasiado, porque de otra forma no sería
asumible... Te juro que si como dices existe otra vida; si es cierto que
se trasciende tras la muerte, yo iré a buscarte allá donde quieras que te
encuentres. Nunca más te abandonaré. Pero cumplamos ahora el cometido para
el que hemos sido destinados. Cumplamos nuestra misión de engranaje o de
eslabón de la gran cadena. Cumple con tu misión con el mayor agrado y
trata de ser feliz; yo trataré de hacer lo propio... Si me recuerdas,
recuérdame lo suficiente como para no sufrir, sino lo contrario ¿De
acuerdo?.
- Es fácil hablar, pero cuando llegan los malos momentos no se sabe. A un
día sigue otro y las horas se amontonan y el día no se acaba - se lamenta
el hombre.
- Supongo que todo depende de la actitud que se adopte. El día puede
resultar extremadamente corto y fructífero, dependiendo de lo que se
espere de ese día. Si aguardas un continuo estado de felicidad y de que
todo salga a la medida de tus deseos, es seguro que no lo vas a conseguir.
Si por el contrario aguardas un día con sus cosas buenas y con sus cosas
malas, pero disfrutando de todos y cada uno de los matices que nos brinda,
es probable que mantengas un equilibrio. - dice la mujer en un susurro.
- Pero esa filosofía no es la que aplicas a tu propia persona. ¡Tú sufres
y es tu sufrimiento el que se me hace herida! - aprieta los puños el
hombre.
- Es cierto. A veces trato de conmutarme, pasar de un estado a otro y
olvidarme de lo que me duele. Pero no puedo. No puedo pasar de nada. Son
demasiadas horas sin ti - le responde.
Tras la certidumbre de un futuro que no es posible, que es inútil siquiera
plantear, de nuevo la nostalgia de lo imposible:
- Cuantas veces habré soñado con besar tus labios. Cuantas - suspira el
hombre -, soñé beber de ti. Cuantas y cuantas fundirme en tu cuerpo,
aspirarte. ¡Te he añorado tanto; te he echado tanto de menos, que con
gusto daría la mitad de lo que aún me reste de vida por recrear los
dieciocho, veinte años y vivir durante horas lo que debió ser y no fue!.
- Los años pasados no volverán. Ante nosotros sólo el presente... El
futuro es un sueño tan grande y a la vez tan bonito, feo o maravilloso
como pueda serlo el pasado... Yo daría no sólo la mitad de lo que aún me
reste, sino la vida entera por saber si en verdad hay alguna razón para la
esperanza. Por saber si alguna vez serán posibles la paz y la felicidad, y
que todos cuantos nos sucedan hallen algo de sentido. Por saber si el paso
del tiempo, que inexorablemente nos va a consumir a todos, habrá de dejar
algún retazo de nuestro caminar por este valle de lágrimas. Si es posible
la eternidad... Eternidad que espero exista, ya sea en forma de viento, de
aire o de luz. Pero que en cualquier caso nos libere de tanta angustia. Yo
te he echado de menos. Mucho; más de lo que puedas imaginar. Sin embargo,
después de darle vueltas a la cabeza; de tratar de justificar algo que en
realidad siempre nos ha superado y que sin duda superará, tengo que
concluir por fuerza que hemos sido víctimas de un juego. Lo demás es
secundario... Si tú me dijiste, si yo te escribí, si fuimos cobardes...
Todo eso es secundario. Porque lo que permanece no son las sensaciones,
sino las esperanzas. Y las esperanzas se nos han truncado, rasgando
nuestras voluntades.
- Tal vez sea posible aún alterar el futuro - dice el hombre - Tan sólo es
preciso reafirmarnos en nuestra determinación de querernos por encima de
todo - puntualiza el hombre.
- ¿Y qué es lo que habríamos de hacer? ¿Tendríamos voluntad, yo para
abandonar a mis hijos: tú para huir de los que confían y precisan de ti?
Muy bien, hagámoslo. ¿Qué conseguiríamos? ¿una mayor tranquilidad? ¿un
mayor grado de felicidad?. Evidentemente no. Hay personas que no se
amilanan por las dificultades del cada día; que construyen o tratan de
forjar su futuro sin dejarse arredrar por nada. Pero a ti y a mí nos
afecta hasta la menor acción que cause dolor a los demás. Todo se
encuentra atado y bien atado. El futuro nos tiene ganada la partida. Bien
sabes que si hiciéramos o tratáramos de hacer cuanto anhelamos, la maldita
conciencia, de la que renegamos en tantas ocasiones, que nos hace polvo,
cuando debiera de contribuir a darnos satisfacción, no nos habría de
permitir siquiera el descanso nocturno. No podemos engañarnos: no debemos
engañarnos más. Este mismo encuentro forma parte de otro engaño; de ese
engaño que habíamos creído poder eludir. Nos estamos mintiendo. Pero ¿y el
resto de nuestras vidas, podremos seguir haciéndolo?. Mi voluntad, si es
que alguna vez he dispuesto de voluntad propia, no depende enteramente de
mí; forma parte de otras voluntades. No puedo defraudar a mis hijos, ni
defraudarme a mí misma ¿Cómo justificar tantos años de pasividad; cómo
justificar el no haber ido en tu busca, cuando te sabía tan necesario...?
Nunca podré sustraerme a mis hijos, ni a mi propia historia - repite -.
Sería muy bonito vivir en una isla maravillosa, donde todas nuestras
necesidades se encontraran cubiertas; donde sólo tuviéramos que ocuparnos
de nosotros mismos; de contemplar amaneceres; de admirar el mar; de
apreciar la belleza toda. Pero esa isla no existe, o cuando menos no para
nosotros: Existe, sí, la desesperación, la angustia de un día y otro; la
incertidumbre, que lleva parejas tristezas y alegrías, con un continuo
refugiarse en la infancia, como en la búsqueda del seno materno, del que
nunca debimos salir. No; no quiero ni debo engañarte ni engañarme a mí
misma... Te quiero; siempre lo he hecho y siempre lo haré. Pero este
encuentro lo único que viene es a saldar en su totalidad esa deuda de la
que me has hablado; la de nuestra cobardía primera. Por decirnos adiós
tras la primera dificultad. Tras este encuentro nada nos ha de retener. De
lo contrario sospecho que lo que nos reste de existencia será para
nosotros peor que un infierno.
- Te oigo hablar y creo que lo haces con el cerebro en vez de con el
corazón - dice el hombre confundido ante unas palabras que curiosamente
parecen haberle sido arrebatadas.
- No; no es cier... - intenta decir la mujer.
- Por favor, permíteme - eleva la voz y la interrumpe - No te pido que
abandones nada. Quizás haya expresado en voz alta un deseo inalcanzable.
Pero tienes razón; nuestras respectivas conciencias no nos dejarían ser
felices. Alcanzar esa felicidad implicaría con seguridad la tristeza de
otros, que de una u otra manera, como bien dices, dependen de nosotros. Es
más, creo que ni siquiera sería razonable el intento - en las palabras del
hombre una sombra de rencor - Es cierto que de haber necesitado
desesperadamente uno del otro, hace tiempo hubiésemos ido uno en busca del
otro. Pero al menos yo necesitaba recargar mis baterías; necesitaba
sintonizar con... mi alma gemela. Y espero que me digas "adelante". No
tengas miedo; no vaciles. En mi fuero interno jamás he pretendido que
nadie vaya a hipotecar su vida por mí; menos aún tú. Se que valgo poco;
que soy un cobarde. Un cobarde que se aterra ante un mundo de violencia.
Cuando me llamaste diciendo que venías, sentí que todo mi cuerpo se
estremecía de escalofríos de ternura, pensando en cuanto te diría...; en
las cosas que... Pensaba, me la comeré a besos. Al instante me arrepentía,
perdón, Dios mío. Luego te hacías fuerte y todo se me iba. La besaré
dulce, largamente. Prolongaremos el beso horas y horas. Después la miraré
a los ojos...; acariciaré su cuerpo desnudo. Lo paladearé de pies a
cabeza...
- ¿Deseas paladear mi cuerpo? - en la voz de la mujer mil ternuras.
Tiembla todo su cuerpo como el del pajarillo al que el frío sorprende
lejos del nido.
El hombre también tiembla:
- Yo..., desearía morir contigo. - dice.
...
No quieren, no pueden partir sin que algo de sí les abandone
definitivamente. De nada vale el razonado convencimiento de que aquello es
preciso. El cerebro trata de lógicas; el corazón sólo de sentimientos.
- Quédate conmigo; no te vayas. - suplica el hombre, atenazada la garganta
por el quebranto de la mayor de las desesperaciones.
- Por favor, no me pidas eso. Para mí sería más fácil arrojarme a las vías
del tren... Cariño, no puedo. Lamento haber despertado en ti el amor
dormido... No sufras, por piedad te lo pido - solloza blandamente la
mujer.
- ¡Contaré los días que restan hasta el final... Tendré presente tu
promesa... Se hundirá el mundo. Dios me habrá de castigar con el fuego
eterno. Pero te buscaré en el último rincón!. ¡Por el cielo que lo haré! -
brama el hombre, con voz cuajada por intensísima emoción.
- No llores, vida mía... No llores; no puedo soportarlo - la mujer sin
aliento para el adiós hace un esfuerzo sobrehumano. Corre y corre con las
fuerzas de un corazón destrozado, incapaz de soportar la propia
inmolación.
- Adiós - murmura el hombre, que ya no es sino un puñado de tormentos.
Un nuevo día. La rutina, el sobrevivir. Guerras, dolores; miserias, alguna
alegría. Ser consciente de que se esta vivo porque sí; que se estorba; que
personas semejantes no debieran existir porque se deprime a los cercanos.
Soñar, recordar; tratar de olvidar. Sentir deseos de volar e ir en busca
del otro. Impulsos suicidas, hiel... Se aferra uno a los demás porque no
hay más narices. Se besa a los niños; se comparte el amor con los
necesitados. Ella sonríe al marido; él lo hace a Dios.
Desde un ángulo del tiempo un hombre y una mujer contemplan el paso de la
vida sin rabia alguna.
Francisco Limonche Valverde©
Breve CV
Francisco Limonche Valverde es ingeniero técnico de telecomunicaciones,
experto
en soluciones de telecomunicación para la discapacidad y coordinador de
dos
grupos internacionales de normalización en estas materias.
Tiene publicadas del orden de 15 libros de carácter técnico y 4 novelas.
Fue galardonado con el Primer Premio de Novela Ciudad de Arganda 1989 y el
Primer Premio del Cincuentenario de Teléfonos.
Está casado y tiene tres hijos
MUCHAS GRACIAS FRANCISCO
Ludy Mellt Sekher
|
|
|