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Tres semanas después del accidente me trasladaban al Centro de
Parapléjicos de Toledo. Allí iba a comenzar mi reeducación para la vida
desde una silla de ruedas. Conservaba un quince por ciento de movilidad en
la mano derecha, algo de sensibilidad en la izquierda y ninguna movilidad
o sensibilidad en las piernas.
Lo primero que hicieron fue presentarme a quienes serían mis cuidadores:
fisioterapeutas, enfermeras, médicos, asistentes; después me mostraron las
instalaciones del centro. Quizás fue aquel momento el único en el que
experimenté un conato de resignación, al saber que no estaba solo. Era una
sensación cercana al brutalismo, al comprobar que no solamente era yo el
que se encontraba cautivo del cuerpo, sino que había otras muchas personas
en mi misma situación, algunos incluso muy jóvenes.
Duró poco la resignación. Supe que jamás volvería a ser el de antes; que
nunca más me enfrentaría a los ojos de una mujer enamorada. Por mí sólo se
podía sentir compasión desde aquel momento; no respeto.
Me dejé llevar de recuerdos; de ensoñaciones. No quería pensar en el
futuro. Sólo el pasado guardaba brillos gratos para mí.
Me vino al pensamiento la tarde de toros en que conocí a Pilar. En mi
mente el recuerdo se tornaba algo mágico y hasta sobrenatural. Escalofríos
me recorrían por entero. Una sensación dulce y aletargadora en la que
hubiera querido permanecer para siempre. Ella se encontraba dos filas de
asientos más allá del mío. Sus ojos se cruzaron distraídamente con mis
ojos; y allí quedaron prácticamente toda la tarde. Apenas si prestamos
atención a lo que sucedía en la arena. Ni a los gritos, ni a los olé, ni a
nada que no fuese intercambiarnos sonrisas y gestos graciosos.
Fue de lo más natural tomar sus manos. Una calidez y un embotamiento de
los sentidos. Las palabras tardaron en salir de nuestros labios. Lo
hicieron con el cosquilleo que produce el vino dulce.
-- Hola - acerté a expresar en un esfuerzo ímprobo.
-- Hola -- me respondió ella.
-- Tienes unos ojos muy bonitos -- le comenté paladeándola con la mirada.
-- Tu también. - correspondió al halago.
-- Nunca me había pasado antes esto -- le referí sincero.
-- A mí tampoco.
-- El mirarte ha sido precioso. Me gustas. - añadí sonriendo
-- Tú también a mí -- y me tiró suavemente de las manos.
Pilar fue novia de un verano. A veces pienso que en realidad aquello nunca
sucedió realmente. Lo cierto es que después de aquel verano no la volví a
ver más. Han transcurrido veinte años y la recuerdo tan real como si
hubiese sido ayer.
Éramos prácticamente unos niños. Yo tenía diecisiete años; ella dieciséis.
Había nacido en Cuba. Sus padres eran españoles. Se habían visto forzados
a abandonar la isla, por causa de la política. Su padre era un destacado
dirigente político cubano, que discrepaba abiertamente de Castro.
Debo reconocer que aquello para mí era difícil de entender y no poco
misterioso. Sólo los años y el sedimento de su presencia me hicieron
volver a sus palabras una y otra vez, hasta darles forma y sentido.
Habían recalado en Villanueva de los Infantes, por ser sus abuelos
paternos naturales de allí. Al final del verano tenían previsto tomar un
avión en Madrid--Barajas con destino a Miami, donde les habían garantizado
estancia y trabajo, a la espera de regresar a Cuba tan pronto fuese
derrocado Castro.
Su voz era suave. Fue mi primer amor. Jamás la olvidaré.
La tarde en que nos conocimos paseamos por los alrededores de la ermita,
hasta el anochecer. Ella me contaba cosas de Cuba. Se emocionaba
recordando las playas, sus amigos, el olor del Caribe.
Para mí, que ni siquiera conocía el mar, sus vivencias me resultaban
exóticas, como de otro mundo.
Ella reía y su voz era cantarina. Parecía que nos conociésemos de siempre.
Yo le hablé de mis estudios, de mis amigos, de cómo me gustaría recorrer
el mundo y conocer Cuba.
Hablamos y hablamos y nos dejamos llevar por un tiempo que se nos hizo
terriblemente corto.
-- Conocerás a muchas chicas, ¿verdad? -- me dijo, con un punto de
ansiedad.
-- No a muchas. Pero contigo me encuentro muy bien -- le respondí con una
sonrisa.
Cuando finalizó el verano me dijo que se iba; que ya no nos podríamos ver
más. Lloramos los dos. Nunca había llorado en presencia de nadie. Pero mis
lágrimas en aquella ocasión se dejaron llevar y se me fueron ojos abajo
sin control:
-- Te escribiré todos los días -- me prometió.
-- Y yo a ti -- le reafirmé con el último beso.
Pero no lo hicimos ni ella ni yo. Entre otras razones por algo tan
elemental como por no saber su dirección. La verdad es que tampoco tuve
valor para pedírsela a sus abuelos. Un día, al cabo de unos cuantos años,
me atreví a preguntarles por ella. Pude escuchar su voz grabada en una
cinta y los compases de un piano. Eso fue todo.
Su amor fue creciendo en mí con los años. Le escribía cartas, que por
fuerza jamás llegaban a salir de mi cuaderno. Le contaba todo cuanto me
sucedía; cuánto la echaba de menos y cómo me gustaría besarla.
El servicio militar y el conocer a María fueron poco a poco diluyendo su
recuerdo.
El primer amor es difícil de olvidar. De hecho, yo no la he podido olvidar
del todo. La verdad es que no sé cómo reaccionaría de encontrármela frente
a frente.
A pesar de todo, me duele mi propia sensiblería. No quisiera verla ahora.
La añoro, porque añoro lo bueno y lo bello de la juventud. Los recuerdos
de amistad, el tiempo de estudio y los pensamientos que le dedicaba.
Postrado y sin capacidad de movimiento, lo mejor que podría ocurrirme es
que muriese. Verla ahora sería un dolor, que no podría soportar.
Nunca oculté a María lo ocurrido con Pilar, ni lo que sentí por ella.
María pensaba que aquello era una chiquillada, que no se puede amar un
recuerdo. Yo he querido mucho y aún quiero a María; pero el recuerdo de
Pilar es algo vivo que ha ido tomando forma y cuerpo tanto en mi mente
como en mi corazón.
En esta nueva situación el amor es una debilidad. He de concentrar todos
mis esfuerzos en arrastrar esta vida que me ha sido amputada. No quiero
amar, ni recordar. Me duele mucho todo.
María dice que me quiere; que no le importa cómo me encuentre; que cuidará
siempre de mí. Pero es un sentimiento maternal, que a mí incluso me
gustaría agradecer. No puedo. La impotencia me ha vuelvo egoísta. Si
pudiese estallar yo mismo accionaría la bomba interior.
No imagino un futuro, porque no tengo futuro. El amor no tiene cabida en
un cuerpo inerte. Sólo soy una cabeza pegada a un cuerpo muerto.
Para el amor hay que disponer de los cinco sentidos. El cuerpo se regodea
en el sufrimiento. La falta de movilidad no ha reducido mi capacidad de
sentir, de experimentar incluso un incremento en los deseos. Cuando veo a
María he de hacer esfuerzos para no desearla intensamente. Sus labios, sus
pechos, sus piernas. Toda ella es fruta que me gustaría morder para calmar
esta sed, que por fuerza me veo obligado a contener.
Vienen, pero los dejo. Desprecio el deseo y las ganas de fundirme en su
cuerpo; porque el mío ya no es nada. Ella pone sus manos sobre las mías, y
apenas si constato un lejano hormigueo. Si tuviese fuerzas se las
retiraría. He de contenerme para no gritarle, para decirle que sus
caricias me hacen daño.
Y en sueños es incluso peor. Porque lo de dentro aún no sabe que lo de
fuera es inservible. Hay noches en las que el necesario desahogo
fisiológico hace que me vaya, como si fuese un maldito perturbado. Y me
avergüenzo, no porque la enfermera me haya luego de limpiar, sino porque
no quiero sentir.
No quiero hacer nada; dejarme estar simplemente. Los ejercicios de
recuperación que me proponen son sencillamente ridículos. ¿Qué
recuperación puedo tener si sólo soy capaz de mover un poco la mano
derecha? Me duele mucho todo; yo sólo quiero dormir y no despertar.
-- Vamos, Juan, tienes que hacer un esfuerzo -- me ordena el
fisioterapeuta con una amabilidad que me crispa.
-- !No puedo. Déjame en paz¡ -- me niego con toda la furia de que soy
capaz.
Y el maldito no se da por aludido. Me sujeta por las axilas. Me sitúa ante
una paralelas.
-- Lo vamos a conseguir - intenta estimularme.
-- !Yo no voy a conseguir nada. Esto que arrastro es un trozo de carne
muerta¡ -- le grito.
-- Juan, eso que tienes es el cuerpo que engendró tu madre. Y aunque sólo
sea por eso, le vas a tener el respeto que merece -- me advierte con
energía.
-- No puedo, de verdad. !No siento las piernas¡ -- le replico, suplicando
me deje en paz.
-- Tú mírame a los ojos; concéntrate y haz toda la fuerza de que seas
capaz con el pensamiento. El resto lo haré yo -- me convence y me lleva.
Y consigo sujetar una de las paralelas con la mano derecha. La mano
izquierda no la siento. El fisioterapeuta la ha situado en la otra barra,
pero no puedo controlarla.
El amor es una trampa. Probablemente este hombre hace lo que hace tanto
porque es su oficio como por mitigar el dolor de sus semejantes. Pero yo
lo único que siento es que esa compasión, ese amor hacía los enfermos que
él siente, me aleja de lo que debiera ser mi destino: morir.
Nadie puede imaginar lo que es sufrir una crisis de angustia para un
tetrapléjico. Es la más horrible de las experiencias que pueda sentir
criatura alguna. Es morir, sin morir. Una agonía en la que cada
inspiración, cada latido se transmite del corazón a las sienes. Es sudar
por dentro, quemarte, ahogarte, todo junto. Cuando ocurre, concentro todas
mis fuerzas por incorporarme, por dar un salto y lanzarme al vacío desde
la ventana. No puedo y tiemblo como si me fuese a dar un ataque.
-- !Ayúdame, por favor¡ -- imploro, rogando al Cielo y a todos los que
puedan hacer lo más mínimo por ayudarme.
Y me inyectan un tranquilizante. Poco a poco me voy relajando. Una neblina
se interpone ante mí. Por unos instantes me siento bien. Luego nada. Soñar
y en el sueño vuelo y vuelo, libre como un pájaro.
Luego sueño que llego tarde al trabajo; que el jefe se irrita conmigo y yo
me pongo nerviosísimo. También sueño que paseo con el Rey, y que me
revuelco en barro. Después me veo en el entierro de un amigo. Su madre
llora y me pregunta si he visto su bolso. Mis padres me contemplan sin
decir nada. Les tiendo mis manos, que se hacen largas y largas sin llegar
nunca a ellos. Comienza a llover; se forman charcos. Los piso. Río a
carcajadas. Me despierto riendo.
!Dios¡, ¿por qué me río?
La mente funciona con independencia del cuerpo. Eso lo sabe mejor que
nadie quien no puede moverse. En sueños o en duermevela, eres tan libre
como cualquier otra persona. Incluso cuando estás ensimismado en un
pensamiento, te olvidas de que te encuentras prisionero. Pero eso apenas
dura un momento. Minuto a minuto, despierto o dormido, todo la hiel que se
te diluye en las tripas te recuerda que ya no eres nada, sólo un juguete
roto en manos de gente "que jura que te quiere".
Le he repetido a María que es libre; que no venga más a verme. Me hacen
más mal que bien sus visitas.
-- Por favor, no vengas más María -- le imploro sin atreverme a mirarle a
la cara.
Ella insiste en que ahora más que nunca está dispuesta a casarse conmigo y
a cuidar de mí el resto de sus días.
Si no fuera porque he perdido el sentido del humor, su propuesta me haría
gracia. Hay un algo que se acentúa en las personas tetrapléjicas. Una
especie de sexto o séptimo sentido, que te hace distinguir perfectamente
entre cariño, amor y compasión.
Admito que ella esté enamorada. Pero lo está de un Juan que murió hace
cuarenta días. Me gustaría complacerla. Darle la oportunidad de ser feliz
con Juan; pero ese Juan de María es para mí un perfecto desconocido.
-- Juan, yo te quiero. No es compasión lo que siento me susurra con
arrumacos y caricias.
-- María, no digas tonterías, por favor. Cada vez que te veo, me recuerdas
algo que por fuerza tengo que empezar a olvidar. De lo contrario voy a
volverme loco. - le aseguro con rabia.
4
No recuerdo desde cuándo no rezaba. Creo que la última vez que lo hice
tenía doce o trece años. El padrenuestro me era familiar, pero me costaba
hilvanarlo de corrido de manera satisfactoria. Lo intenté repetidas veces.
Imploré al niño Jesús.
-- Niño Jesús, recurro a ti por mediación de tu santísima madre, la Virgen
María, para que me concedas la gracia de volver a andar. No te pido que
sea como antes, pero por favor que pueda valerme por mí mismo. Sé que en
tu infinita bondad escucharás mi plegaria. Me arrepiento de todos mis
pecados y prometo que de ahora en adelante no volveré a quejarme de mi
suerte, ni de lo que la vida me depare. Por favor, !ayúdame¡
Me costó admitir que en mi mente racionalista quedase aún un atisbo de fe.
En la salud, Dios me resultaba lejano. Pero necesitaba aferrarme a un
clavo ardiendo: divino o humano. Recurría a Dios con la imperiosa
necesidad del náufrago que se agarra a la tabla de salvación, para no
sucumbir en el mar embravecido de la propia angustia.
Reconozco también que en mi oración había algo de oportunismo. A mí me
cuesta imaginar a Dios, en un mundo en el que miles de niños son víctimas
de la violencia más irracional. Me cuesta ubicar a Dios entre tanto y
tanto dolor. Seres que jamás han tenido oportunidad de manifestarse, y que
seguro, de poder hacerlo, lo harían si cabe con la violencia del que nada
tiene que perder. Seres a los que el destino, Dios o la mala suerte corta
las alas de una existencia tan efímera como terrible... Y Dios no aparece
por lado alguno.
Para saber de Dios sólo hay que darse una vuelta por los hospitales. Allí
se encuentra en cada historia, en cada quejido y en la desesperanzada y
titánica lucha del enfermo que sabe que jamás volverá a recuperar el
brillo de lo que fue en día. En el rostro de aquellos enfermos que en
algunos casos y, con un poco de suerte, serán devueltos a sus casas con la
etiqueta de irrecuperables. Ahí se encuentra Dios, y no en los
laboratorios o en los misales del templo.
Un enfermo es algo más que una estadística, un número que se suma semana
tras semana, a veces en mitad de la sonrisa del presentador del
telediario, cuando se habla de las víctimas de la carretera. Ahora
comprendo el dolor que encierra cada número, cada cifra de muertos,
heridos o mutilados, porque sencillamente detrás se esconde un drama como
un mundo.
Jamás he sido maleducado o irrespetuoso con mis semejantes. Ya se
encargaron en su día los Dominicos del Virgen de Atocha de hacerme
comprender la importancia del ser humano. Pero de ninguna manera puedo
respetar o ser amable con los demás, cuando siento tanta rabia y
frustración conmigo mismo.
Las amabilidades y atenciones de quienes cuidan de mí son irreprochables.
Quizás en un afán perfeccionista, que en ocasiones me provoca incluso daño
y pese a vivir en un estado de permanente desesperanza, se me hace
criticable la actitud de alguno de los médicos, que parecen ver más en el
enfermo, complicados cachivaches, que seres en un permanente estado de
autocrítica y revisión interna.
Lo cierto es que en mis primeros meses en El Centro de Tetrapléjicos de
Toledo, apenas mantuve contactos con otros enfermos ni participé en
reuniones o visitas a ningún otro lugar del centro, al que no me viese
obligado a ir por la fuerza. Todo lo rumiaba en soledad. Lo mismo
imploraba al Cielo, que me dejaba llevar de la ira y gritaba hasta hacerme
daño.
-- ¿Dónde estás, Dios? ¿Has tomado vacaciones? -- decía.
Y es probable que Dios no juegue a los dados, como bien decía el gran
Albert Einstein. Es seguro que todo tiene una razón y un porqué. Lo que me
resultaba del todo punto imposible entender era por qué precisamente yo,
entre tantos y tantos.
Es cierto también que ese malestar que uno pueda rumiar por dentro de
verse privado de golpe de las raíces y el hecho de que la vida en Madrid
resulta en ocasiones bastante difícil, hacen que la dicha se empañe por
los demonios ocultos que nos acompañan a todos desde que salimos
disparados del útero materno.
Lo cierto y verdad es que el último pensamiento que tuve en libertad fue
el de mi pueblo.
¿Dónde estabas, Dios? Tú que todo lo ves, te complaces en ponerme la miel
en los labios, y cuando más confiado estoy, cuando me dejo llevar de un
dejarse hacer, me golpeas con toda la saña de que eres capaz.
Si querías demostrarme que vivir es sufrir; que la felicidad es sólo un
concepto, sin plasmación práctica posible, no tenías que haberte molestado
tanto. Lo sé. Esa aparente indiferencia que ves es pura coraza. Yo sé lo
difícil que resulta salir adelante para muchas criaturas. Madrid puede ser
un paraíso, pero también es jungla.
Si por el contrario piensas que no te tenía en mí; que me había olvidado
de que esta vida es de prestado, creo también que te has equivocado. De
hecho toda mi existencia ha sido un continuo sacrificio por hacerme
merecedor de lo que tengo. Al principio fue el adaptarse a una ciudad, que
carecía de espacios abiertos para la imaginación de un niño nacido en las
inmensas llanuras de La Mancha. Después fueron los estudios. Sólo tú
puedes saber lo durísimo que puede ser para el hijo de un jornalero llegar
a ingeniero.
Me dejé llevar, es cierto, de una cierta relajación. Pero en el fondo esa
dejadez era como un respeto por lo establecido, incluido tú. De hecho en
una ciudad tan poco caritativa yo siempre me había ufanado en ser de la
UNICEF y de Manos Unidas.
No entiendo por qué un precio tan alto por una falta tan leve. Es tan
corta la vida, que no entiendo cómo un descuido se ha de pagar por mil
veces.
Ya no creo en nada, ni en ti ni en las personas, ni aún en mí mismo. Sólo
creo en la ley del más fuerte. Dios no eres tú, sino el médico. La gente
actúa de una determinada manera, que pudiera simular un comportamiento
solidario o fraterno, tan sólo en prevención de hipotéticas
inconveniencias; uno se adapta a los cánones con tal de obtener lo que en
todo momento más le satisface. Se es fiel a unos esquemas concretos,
porque no hay más narices, no por convicción. Uno se conforma con lo que
se le da sin preocuparse de sí es justo, perjudica a terceros o
simplemente los ignora. ¿Dónde se encuentra el Dios de las cocinas? ¿Dónde
te encuentras tú, que no te veo?
En estos momentos tan sólo manifiesto una gran inquietud por saberme carne
de pudridero; saber que en cualquier momento el gusano de la muerte se
adueñará de mí, sin tener a nadie que consuele esos instantes que median
entre lo reflexivo y la descomposición.
Pero afirmo a la vez y sin recato alguno ¡qué tengo miedo; que deseo y
suplico tu ayuda para simplemente caminar con dignidad los últimos días
por este mundo de locura¡
Me has vencido Dios, de hecho siempre me tuviste a tu merced. Dame una
nueva oportunidad. Te demostraré que soy capaz de mejorar; de entregarme a
los demás. No me dejes en esta agonía. Tú sabes que no soy carne de
prisión. Soy de esos reclusos que enloquecen y se quitan la vida colgados
de una sábana. Bien es verdad que carezco del coraje suficiente y de las
fuerzas precisas para hacerme el nudo.
!Ayúdame, el miedo es muy malo¡ Es morirse devorado por uno mismo. No sé
si podré soportar los últimos instantes. Voy a tener muy mal morir. Hazme
el favor de llevarme en el sueño. Ya he cumplido cuanto tenía que hacer en
este mundo. No quiero ser una carga para nadie. ¿Qué va a suceder cuando
mis padres mueran, si yo sigo aún con vida? ¿Quién querrá hacerse cargo de
un vegetal, que sólo come, caga y siempre está de mal humor?
Quiero hacer un pacto contigo. Si me llevas sin sufrir, si cierro los ojos
y los abro en un lugar distinto, te prometo que jamás tendré un descuido,
que nunca más me volveré a olvidar de los demás.
Y no sé cómo decirle a María que no venga más. Ella insiste; pero yo no
quiero verla más. No la quiero ofender, ni ofenderte, Dios; pero verla con
ese color de cara, con ese descuido con el que se mueve y me hace las
cosas, me provoca más mal que bien.
Ella dice que nos casemos. Me quiere, y la creo porque yo también la
quiero y en eso tiene difícil cabida la mentira. Pero una cosa es el amor
y otra muy distinta soportar, de por vida, la carga de otra persona,
siendo que uno no es siquiera capaz de sobrellevar la propia.
-- María, por favor, no vengas más a verme. Te das una paliza diaria para
venir de Madrid a Toledo, y yo ahora lo que necesito es reordenar mi vida.
Hazte a la idea de que he muerto. Te he querido y te seguiré queriendo
mientras viva. Pero no soporto la idea de ser un inválido en manos de
nadie. No lo soporto - intenté explicarle, con más vergüenza que dolor.
-- Juan, ¿cómo puedes decirme algo así? Yo te quiero mucho. No voy a
abandonarte en un momento tan crítico. Para mí no ha cambiado nada con el
accidente, al menos en cuanto a nosotros. No debieras hablarme así. Yo
también tengo sentimientos -- me dijo, y se le escapó un sollozo.
-- !María, si pudiera me dejaría morir. Nunca aceptaré vivir como un
vegetal¡ Lo único que puedes es ser cómplice de mi muerte. Verte me
destroza, porque me recuerda todo lo que ha quedado detrás. De haber
quedado descerebrado, no estaría peor. Hazme caso, guarda el mejor
recuerdo de nuestra relación; pero dala por finalizada, porque para mí ya
no existe el mañana -- concluí, creo que con fiereza.
Y María llora, y yo quiero gritar.
María aceptó al fin mi propuesta de liberarla del común compromiso. Era
consciente de que su compasión haría naufragar cualquier expectativa de
vida conjunta.
Aceptó, porque a mí me dolía incluso su presencia, dejar también de venir
a verme.
Se fue. Supe que no volvería. Tampoco lo deseé. El accidente me había
destrozado por fuera y por dentro.
Recuerdo mis años de estudiante, cuando cuestionaba todo. Desde el
movimiento de las estrellas a la existencia de un Dios que rigiera el
destino de los hombres.
Reconozco que aún entonces Dios no se encontraba demasiado lejos de mis
pensamientos. Estaba de otra manera. En ser solidario con las gentes de
Biafra; en la huelga de hambre contra la invasión soviética de Afganistán;
en la lucha por hacer este mundo un poco más justo y habitable.
A la vez, el estudio me moldeaba y cuadriculaba por dentro. Todo tenía una
razón, un porqué; una causa objetiva. No hay nada más cretino que un
obrero que pasa a señorito. Eso me sucedió en parte, y es ahí donde veo
que quizás se encuentre la falta que he de pagar.
Lo cierto es que Dios nunca se alejó demasiado de mí. Es verdad que no
rezaba, ni iba a misa y mis pensamientos al Cielo los convertía en una
especie de cordón de plata fraterno y solidario con el mundo. Pero los
semejantes son también Dios. ¿Por qué se castiga las formas? Yo siempre te
he tenido muy dentro. Quizás de otra manera. Pero tú siempre has tenido en
mí tu hogar.
La vida es tan puñetera, tan escasa, que si no se madura por la
experiencia se madura a golpes. Eso es lo que me ha sucedido. Un instante
de bajar la guardia, dejarse llevar por el acomodo ante este salvaje mundo
competitivo, y a tomar por culo todo.
Admito que el moverme profesionalmente en un ambiente hasta cierto punto
agresivo, no me resultaba del todo desagradable. Más bien al contrario,
resultaba estimulante. Me ayudaba a superarme y a plantearme nuevas metas.
Me gustaba mi profesión; el trato con la gente. Convencer, persuadir,
mostrar y demostrar. Mi gran defecto entiendo era volcarme en exceso en mi
profesión, marginando aspectos de la vida tan o más estimulantes que la
profesión misma.
Muchos ingenieros son analfabetos virtuales en aspectos esenciales. Yo no
recuerdo por ejemplo desde cuándo no había leído una buena novela, o
dejándome llevar por la imaginación, plasmado mis sueños por escrito.
El estar por fuerza inmóvil me está forzando paradójicamente a ese
reencuentro con lo mágico que todos llevamos dentro. Es cierto que ahora
me veo obligado a grabar en cinta cuanto estoy diciendo, para que luego
sean transcritas a papel estas reflexiones que tan caras me están siendo.
He dejado muchas cosas atrás. No las disfrutaré nunca. Pensar con una
pistola en las sienes es francamente complicado. Me gustaría que esto
fuese un sueño; despertar con la sensación de que he de aferrarme a todo
lo maravilloso que Dios ha creado; pero sé que no se me dará una nueva
oportunidad.
Pasó mi tiempo. Sólo me queda suplicar al Dios hombre al que quebraron los
huesos en la cruz, fuerzas para morir dignamente.
Dios está en cada florecita, en cada primavera que por fuerza sigue a todo
invierno. Me gustaría correr a su lado y dejadme balancear en sus barbas.
Ofrecerle lo que aún hay de bueno en mí y dedicar mi vida por entero a los
demás. Pero no puedo andar; ni siquiera puedo mover bien el cuello.
CONTINÚA>>
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