Sekher Castle of Ludy Mellt Sekher
ODA
A UN NORTE
El viento
norte cantaba una melodía que se desparramaba sobre los campos. Más de un gaucho había
quedado hipnotizado con ese piano lejano y dulce que parecía salir desde el rancho de
María. Durante las noches de luna llena se oía la música patinando como una bailarina
celestial por los valles, llenando de sombras fantásticas y rítmicas hasta el pueblo de
Barrancas constituido tan solo por cien habitantes y sus críos.
Desde que la
luna aparecía por el este con su vestido naranja y dorado y las nubes azuladas y lilas la
acompañaban en un pas de deux, la belleza sublimadora de la música ejercía una extraña
sugestión hipnótica en la gente.
María había
infundido admiración y desconcierto cuando pasaba al galope veloz, montada en pelo sobre
un tordillo blanco como nieve, descalza y con su vestido vaporoso ondeando al viento. Ella
era oscura y etérea como las noches sin estrellas. Su cabello largo, renegrido,
serpenteando hasta la cintura le daban un aire de musa. La piel aterciopelada y morena
hacía pensar en una guitarra de caoba. Los ojos ovalados de ónix brillaban con un raro
fulgor. Su cuerpo esbelto y fino de vientre sensual, sus senos como naranjas maduras y sus
caderas curvas recordaba las estatuas griegas.
Llamaba la
atención el gesto de su rostro, con el mentón perpendicular a las constelaciones, como
dejándose besar por las nubes y bañar por las estrellas, que marcaba una fiel devoción
a escalas utópicas. Sus ojos vibraban sobre la cuerda estelar como en una entrega de amor
total y el cielo le descendía un vértigo sin red a su soledad de efigie perpetuada en
una mujer inmortal.
Toda ella, su
caballo y su carrera, despertaron los más profundos instintos en los hombres del pueblo.
Desde los viejos de cabello blanco que se sentaban por las tardecitas en la puerta de la
pulpería, hasta los chiquilines que jugaban con la pelota de trapo en las calles de
tierra.
Los vecinos
de Barrancas contaban mil historias inventadas sobre María. Los paisanos en las yerras,
en las esquilas, en las cosechas, se llenaban la boca hablando, mezclando sus palabras
hambrientas de ella, con el mate y el vino. ¿Viste esa mujer?, parece que monta el
caballo como si me montara a mi. comentaba un gaucho, quedando boquiabierto con la
azada detenida en el tiempo. ¿Yo que sé?, parece un fantasma, a mi me parece que
no nos ve. contestaba otro mientras ensillaba el caballo, con un respeto tímido y
sagrado, enredado en pensamientos interrogantes.
Los
estancieros terratenientes y poderosos, intrigados, se negaban a emitir alguna opinión
sobre aquella misteriosa mujer. Pero del mismo modo que la peonada, no le quitaban los
ojos de encima cuando la veían correr como una exhalación sobre los campos o por el
camino de piedra. Más de uno furtivamente durante las noches se había escurrido hasta
muy cerca de los matorrales que rodeaban su cabaña para mirarla con binoculares y
descubrir algo más. Pero los dos perros negros que la custodiaban como militares
espantaron a todos. No se veía tampoco ni una luz de vela encendida mientras
transcurrieran las horas nocturnas.
Las mujeres
del pueblo la odiaban con ese fervor ciego y sordo de la envidia. Las esposas de los
estancieros con sus lujosos carruajes y sus sombrillas de encaje, cuchicheaban entre
ellas, persignándose como monjas retorcidas, ante la exuberancia de María. Las pobres e
infelices lavanderas, las simples mujeres que curtían sus manos en las quintas, y hasta
las que ordeñaban antes que saliera el sol no podían más que odiarla, cada vez que ella
volaba como un rayo cerca. Válgame Dios, hay que ver esa mujer, como se ventila en
ese caballo. Es una vergüenza. Largó una lengua viperina mientras lavaba ropa en
la cañada.
Ese odio
venenoso nacía, no solo porque María era tan bella, sino que aparte de ser un misterio
para la gente, ignoraba todo ser humano que estuviera a una legua de distancia.
Ni siquiera
sabían cómo se llamaba, ni de dónde traía sus alimentos para vivir en la cabaña.
Pensaban que era imposible que cabalgara hasta el Tala, pueblo más cercano. Puesto que
alguno se había tomado el trabajo de seguirla y la perdían entre los campos. Sólo eran
conscientes de que la cabaña había pertenecido a un matrimonio de ancianos que
sorpresivamente una noche se marcharon, dejando el rancho cerrado y dos lunas después
apareció María.
Pero, el que
más pudo arrimarse a la cabaña la veía perfectamente cuidada, con un bellísimo jardín
por delante, y una huerta detrás. Durante los días de invierno se veía ahumar la
chimenea más grande, y en el día, cerca de las once también salía una finísima voluta
de humo por la otra chimenea más pequeña.
Sin embargo,
esa música norteña llegó a todos los oídos, suavizando las maldades y calumnias que
decían de ella. Hasta el punto de que esperaran que la luna creciera para sentarse afuera
de sus casas, invierno o verano, y escuchar la increíble sinfonía que inevitablemente
comenzó a entrar en sus corazones, doblegando sus rencores y sus odios como domadora
montada en un corcel salvaje.
Y
transcurrió un año desde que María llegara para que nadie más la odiara. Solo deseaban
internarse en su música, sabían que venía de su casa porque más de un paisano
enamorado y atrevido se había acercado hacia su cabaña y lo confirmaron en el pueblo.
Si. Es ella que toca el piano. Y la voz corrió como catarata de boca en boca. Los
hombres bajo el embrujo de aquella consonancia, dejaron de desearla con la pasión
ardiente varonil. Las mujeres soñaban con amores mientras hilaban lana virgen, y tejían
sus sueños bajo el influjo mágico que ejercían las notas volando por el aire de la
noche mezclándose con las estrellas y luciérnagas del campo.
Poco a poco
se fueron acostando mucho más tarde, quedándose dormidos a la mañana siguiente, y
atrasando sus tareas cotidianas. Porque cuando la luna comenzaba a crecer, nadie quería
dormir. Solo salir al campo, sentarse afuera y escuchar, escuchar, escuchar
Desde la
peonada hasta los patrones durante las noches luminosas y musicales permanecían fuera de
sus ranchos mientras el piano interpretaba aquel embrujo
Alguno sacó
una guitarra para intentar seguir aquella música, pero no solo era imposible, sino que
los habitantes que veían a alguien sacar sus instrumentos al aire libre reaccionaban casi
como queriendo matarlos o romper sus guitarras para que no interrumpieran y no estropearan
aquel sonido mágico que venía desde el rancho de María. Y llegaron a adorarla, jamás
habían escuchado una música como aquella.
Cuando
volvían a verla correr sobre su caballo todos suspendían sus tareas y la saludaban y los
hombres se sacaban el sombrero frente a ella. Pero María cuando salía durante el día,
montaba su caballo en pelo y como una centella corría y corría sin ver ni saludar a
nadie.
Y aunque no
contestaba el saludo, el cariño que creció en los habitantes por ella fue tal, que le
perdonaron aquella extravagancia tan extraña para gente de campo, simple y sencilla que
solamente se cautivaron con su música
Un día
frío, se levantó la luna de agosto desde el horizonte, redonda y roja.
Esa noche,
unas nubes negras dibujaban sombras tétricas ocultándola de los paisanos. Ensimismados
en la magia de la música no notaron que en el cielo, no titilaban las estrellas. ¿Dónde
estaban? ¿Acaso dentro del rancho, con María?
Veían girar
la luna como una bola de nieve enorme mezclándose en las raras ramas de árboles que
formaban las nubes. Tal vez, se avecinara una tormenta, pero nadie intentó entrar e ir a
dormir.
Continuaron
oyendo la música que cada día los había hechizado de tal forma que la necesitaban como
el aire que insuflaba paz, amor, dulzura, felicidad. Y no sabían que escuchaban a Litz,
Schubert, Schuman, Saint Saens, como dioses que había traído María
Cerca de las
doce de la noche la última que sintieron fue el Requiem de Mozart. Las nubes negras
fueron tapando la luna con una sábana mortuoria. La noche se hizo más negra, los grillos
acallaron su canto, con un acorde silencioso y triste, poniéndole un punto final a aquel
embrujo angelical que llegó como de otro mundo a disfrutar del campo.
Al otra día
esperaron ansiosos la misteriosa música. Inútil. No se oía. Hablaban como loros entre
ellos, desesperados por saber qué pasaba. Mil conjeturas, pero ninguna trajo la música a
sus oídos. Solo oyeron atemorizados unos aullidos de lobos, que nunca habían sentido,
unos alaridos lúgubres ante los que se persignaron y se metieron dentro de sus ranchos
tratando de no oír la canción triste y angustiosa de los perros.
Llegó la
mañana son su sol calentando la helada blanquecina sobre los campos. Sin pensar y sin
proponérselo todos los paisanos abandonaron sus faenas y se encaminaron hacia el rancho
de María donde los perros continuaban aullando su balada funesta y aguda.
La escarcha
de la noche, tal vez, había consumido el jardín del rancho. No se veía el tordillo por
ningún potrero alrededor. El aire silbaba como un viento del norte, entrando y saliendo
por las ventanas que se hamacaban chillando extrañamente. Hombres y mujeres rodearon el
rancho buscando a María y solamente oían los gemidos lastimeros de los perros desde
adentro de la casa.
La puerta de
la cabaña de María cedió suavemente el paso a la primera mano que la empujó Entraron
como tromba, aunque con un miedo que horadaba las rosas que se marchitaron en un misterio
insondable.
En el suelo
junto al piano, se encontraban los dos perros llorando como dos enamorados a su
amada
Buscaron por los recintos interiores, no la encontraron por ninguna parte.
Quedaron paralizados frente al piano negro, mirándose unos a los otros buscando una
explicación. Y después que el sol llegó al cenit comenzaron a escudriñar y tocar las
cosas que había en la casa. Les llamó la atención en forma sobrenatural la enorme
cantidad de hojas de papel escritos, partituras sueltas sobre el piano y sobre una mesa
central muchos libros y papeles. Una enorme biblioteca del techo al piso y de pared a
pared repleta de libros verticales que se iluminaban mágicamente por los rayos del sol..
Las mujeres en la cocina no hallaron ollas ni cubiertos. No hay ninguna comida
dijo Justina.
¡Se
fue!, ¡entonces se fue! contestaron a tono, casi gritando.
Acá
está la ropa, miren esto, ¡No se fue! gritó Facundo, estremecido desde el
dormitorio, mientras olía con devoción la ropa de María.
El terror se
apoderó de todos. ¿ Y si volvía y ellos habían invadido la casa?
Salieron
corriendo, despavoridos por el atropello que cometieron, y los perros seguían acostados
en el suelo junto al piano indiferentes a la multitud.
Antes de
irse, Facundo fue hacia la cantidad de papeles escritos a mano al lado de un tintero.
Levantó la pluma de paloma blanca la colocó con cuidado en el tintero, miró a su
alrededor buscando que nadie lo viera y retiró la última hoja aparentemente escrita en
el día anterior y la guardó en su bolsillo.
Se fueron
como hormigas escapando del rancho, avergonzados y tristes, corriendo a sus casas pensando
que María podía volver y sorprenderlos.
Pero María
ya no volvería, solo había vuelto al mundo montada en una estrella, que después, ya en
tierra se convirtió en caballo blanco inmaculado. Solo Dios y María, sabían porqué
había regresado a la tierra, a vivir como una campesina, tranquila, sin soledades, sin
angustias, sin penas. Solo y únicamente a darse el gusto que nunca tuvo. Vivir en el
campo, acompañada por su mundo de belleza celestial e intrínseca.
Y fueron
rodando muchas lunas sobre el campo de Barrancas. Nunca más escucharon aquella música
que venía del norte, desde el rancho de María, y tampoco la vieron pasar al galope en su
tordillo, también los perros callaron y desaparecieron del rancho.
Solo Facundo,
escondiéndose, se escapaba para entrar en la cabaña y estaba horas sentado frente al
piano, y leía todos los papeles que fueron escritos por María.
Pero solo uno
guardaba en su bolsillo, el mismo que robó el primer día que entraron todos los vecinos,
y era el único que releía buscando la respuesta que se presentaba ante él como una
incógnita que solo los ángeles del cielo le podían dar....
Liberatoria
Acordeón
de rudas voces
De
adioses de tierra y mar,
Los
eternos navegantes
Y las
manos marineras
Te
cantan vagas canciones
Tienen
coros peregrinos
Acordeón
de rudas voces,
Ah,
quién pudiera imitar
María
Eugenia Vaz Ferreira. Ludy Mellt Sekher ©
del libro "Cuentos
para el Atardecer"
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