Sekher Castle of Ludy Mellt Sekher

 

ODA A UN NORTE
Homenaje a María Eugenia Vaz Ferreira
diciembre 1997
Ludy Mellt Sekher©

El viento norte cantaba una melodía que se desparramaba sobre los campos. Más de un gaucho había quedado hipnotizado con ese piano lejano y dulce que parecía salir desde el rancho de María. Durante las noches de luna llena se oía la música patinando como una bailarina celestial por los valles, llenando de sombras fantásticas y rítmicas hasta el pueblo de Barrancas constituido tan solo por cien habitantes y sus críos.

Desde que la luna aparecía por el este con su vestido naranja y dorado y las nubes azuladas y lilas la acompañaban en un pas de deux, la belleza sublimadora de la música ejercía una extraña sugestión hipnótica en la gente.

María había infundido admiración y desconcierto cuando pasaba al galope veloz, montada en pelo sobre un tordillo blanco como nieve, descalza y con su vestido vaporoso ondeando al viento. Ella era oscura y etérea como las noches sin estrellas. Su cabello largo, renegrido, serpenteando hasta la cintura le daban un aire de musa. La piel aterciopelada y morena hacía pensar en una guitarra de caoba. Los ojos ovalados de ónix brillaban con un raro fulgor. Su cuerpo esbelto y fino de vientre sensual, sus senos como naranjas maduras y sus caderas curvas recordaba las estatuas griegas.

Llamaba la atención el gesto de su rostro, con el mentón perpendicular a las constelaciones, como dejándose besar por las nubes y bañar por las estrellas, que marcaba una fiel devoción a escalas utópicas. Sus ojos vibraban sobre la cuerda estelar como en una entrega de amor total y el cielo le descendía un vértigo sin red a su soledad de efigie perpetuada en una mujer inmortal.

Toda ella, su caballo y su carrera, despertaron los más profundos instintos en los hombres del pueblo. Desde los viejos de cabello blanco que se sentaban por las tardecitas en la puerta de la pulpería, hasta los chiquilines que jugaban con la pelota de trapo en las calles de tierra.

Los vecinos de Barrancas contaban mil historias inventadas sobre María. Los paisanos en las yerras, en las esquilas, en las cosechas, se llenaban la boca hablando, mezclando sus palabras hambrientas de ella, con el mate y el vino. —¿Viste esa mujer?, parece que monta el caballo como si me montara a mi. —comentaba un gaucho, quedando boquiabierto con la azada detenida en el tiempo. —¿Yo que sé?, parece un fantasma, a mi me parece que no nos ve. —contestaba otro mientras ensillaba el caballo, con un respeto tímido y sagrado, enredado en pensamientos interrogantes.

Los estancieros terratenientes y poderosos, intrigados, se negaban a emitir alguna opinión sobre aquella misteriosa mujer. Pero del mismo modo que la peonada, no le quitaban los ojos de encima cuando la veían correr como una exhalación sobre los campos o por el camino de piedra. Más de uno furtivamente durante las noches se había escurrido hasta muy cerca de los matorrales que rodeaban su cabaña para mirarla con binoculares y descubrir algo más. Pero los dos perros negros que la custodiaban como militares espantaron a todos. No se veía tampoco ni una luz de vela encendida mientras transcurrieran las horas nocturnas.

Las mujeres del pueblo la odiaban con ese fervor ciego y sordo de la envidia. Las esposas de los estancieros con sus lujosos carruajes y sus sombrillas de encaje, cuchicheaban entre ellas, persignándose como monjas retorcidas, ante la exuberancia de María. Las pobres e infelices lavanderas, las simples mujeres que curtían sus manos en las quintas, y hasta las que ordeñaban antes que saliera el sol no podían más que odiarla, cada vez que ella volaba como un rayo cerca. —Válgame Dios, hay que ver esa mujer, como se ventila en ese caballo. Es una vergüenza. —Largó una lengua viperina mientras lavaba ropa en la cañada.

Ese odio venenoso nacía, no solo porque María era tan bella, sino que aparte de ser un misterio para la gente, ignoraba todo ser humano que estuviera a una legua de distancia.

Ni siquiera sabían cómo se llamaba, ni de dónde traía sus alimentos para vivir en la cabaña. Pensaban que era imposible que cabalgara hasta el Tala, pueblo más cercano. Puesto que alguno se había tomado el trabajo de seguirla y la perdían entre los campos. Sólo eran conscientes de que la cabaña había pertenecido a un matrimonio de ancianos que sorpresivamente una noche se marcharon, dejando el rancho cerrado y dos lunas después apareció María.

Pero, el que más pudo arrimarse a la cabaña la veía perfectamente cuidada, con un bellísimo jardín por delante, y una huerta detrás. Durante los días de invierno se veía ahumar la chimenea más grande, y en el día, cerca de las once también salía una finísima voluta de humo por la otra chimenea más pequeña.

Sin embargo, esa música norteña llegó a todos los oídos, suavizando las maldades y calumnias que decían de ella. Hasta el punto de que esperaran que la luna creciera para sentarse afuera de sus casas, invierno o verano, y escuchar la increíble sinfonía que inevitablemente comenzó a entrar en sus corazones, doblegando sus rencores y sus odios como domadora montada en un corcel salvaje.

Y transcurrió un año desde que María llegara para que nadie más la odiara. Solo deseaban internarse en su música, sabían que venía de su casa porque más de un paisano enamorado y atrevido se había acercado hacia su cabaña y lo confirmaron en el pueblo. —Si. Es ella que toca el piano. Y la voz corrió como catarata de boca en boca. Los hombres bajo el embrujo de aquella consonancia, dejaron de desearla con la pasión ardiente varonil. Las mujeres soñaban con amores mientras hilaban lana virgen, y tejían sus sueños bajo el influjo mágico que ejercían las notas volando por el aire de la noche mezclándose con las estrellas y luciérnagas del campo.

Poco a poco se fueron acostando mucho más tarde, quedándose dormidos a la mañana siguiente, y atrasando sus tareas cotidianas. Porque cuando la luna comenzaba a crecer, nadie quería dormir. Solo salir al campo, sentarse afuera y escuchar, escuchar, escuchar…

Desde la peonada hasta los patrones durante las noches luminosas y musicales permanecían fuera de sus ranchos mientras el piano interpretaba aquel embrujo…

Alguno sacó una guitarra para intentar seguir aquella música, pero no solo era imposible, sino que los habitantes que veían a alguien sacar sus instrumentos al aire libre reaccionaban casi como queriendo matarlos o romper sus guitarras para que no interrumpieran y no estropearan aquel sonido mágico que venía desde el rancho de María. Y llegaron a adorarla, jamás habían escuchado una música como aquella.

Cuando volvían a verla correr sobre su caballo todos suspendían sus tareas y la saludaban y los hombres se sacaban el sombrero frente a ella. Pero María cuando salía durante el día, montaba su caballo en pelo y como una centella corría y corría sin ver ni saludar a nadie.

Y aunque no contestaba el saludo, el cariño que creció en los habitantes por ella fue tal, que le perdonaron aquella extravagancia tan extraña para gente de campo, simple y sencilla que solamente se cautivaron con su música…

Un día frío, se levantó la luna de agosto desde el horizonte, redonda y roja.

Esa noche, unas nubes negras dibujaban sombras tétricas ocultándola de los paisanos. Ensimismados en la magia de la música no notaron que en el cielo, no titilaban las estrellas. ¿Dónde estaban? ¿Acaso dentro del rancho, con María?

Veían girar la luna como una bola de nieve enorme mezclándose en las raras ramas de árboles que formaban las nubes. Tal vez, se avecinara una tormenta, pero nadie intentó entrar e ir a dormir.

Continuaron oyendo la música que cada día los había hechizado de tal forma que la necesitaban como el aire que insuflaba paz, amor, dulzura, felicidad. Y no sabían que escuchaban a Litz, Schubert, Schuman, Saint Saens, como dioses que había traído María…

Cerca de las doce de la noche la última que sintieron fue el Requiem de Mozart. Las nubes negras fueron tapando la luna con una sábana mortuoria. La noche se hizo más negra, los grillos acallaron su canto, con un acorde silencioso y triste, poniéndole un punto final a aquel embrujo angelical que llegó como de otro mundo a disfrutar del campo.

Al otra día esperaron ansiosos la misteriosa música. Inútil. No se oía. Hablaban como loros entre ellos, desesperados por saber qué pasaba. Mil conjeturas, pero ninguna trajo la música a sus oídos. Solo oyeron atemorizados unos aullidos de lobos, que nunca habían sentido, unos alaridos lúgubres ante los que se persignaron y se metieron dentro de sus ranchos tratando de no oír la canción triste y angustiosa de los perros.

Llegó la mañana son su sol calentando la helada blanquecina sobre los campos. Sin pensar y sin proponérselo todos los paisanos abandonaron sus faenas y se encaminaron hacia el rancho de María donde los perros continuaban aullando su balada funesta y aguda.

La escarcha de la noche, tal vez, había consumido el jardín del rancho. No se veía el tordillo por ningún potrero alrededor. El aire silbaba como un viento del norte, entrando y saliendo por las ventanas que se hamacaban chillando extrañamente. Hombres y mujeres rodearon el rancho buscando a María y solamente oían los gemidos lastimeros de los perros desde adentro de la casa.

La puerta de la cabaña de María cedió suavemente el paso a la primera mano que la empujó Entraron como tromba, aunque con un miedo que horadaba las rosas que se marchitaron en un misterio insondable.

En el suelo junto al piano, se encontraban los dos perros llorando como dos enamorados a su amada… Buscaron por los recintos interiores, no la encontraron por ninguna parte. Quedaron paralizados frente al piano negro, mirándose unos a los otros buscando una explicación. Y después que el sol llegó al cenit comenzaron a escudriñar y tocar las cosas que había en la casa. Les llamó la atención en forma sobrenatural la enorme cantidad de hojas de papel escritos, partituras sueltas sobre el piano y sobre una mesa central muchos libros y papeles. Una enorme biblioteca del techo al piso y de pared a pared repleta de libros verticales que se iluminaban mágicamente por los rayos del sol.. Las mujeres en la cocina no hallaron ollas ni cubiertos. —No hay ninguna comida —dijo Justina.

—¡Se fue!, ¡entonces se fue! —contestaron a tono, casi gritando.

—Acá está la ropa, miren esto, ¡No se fue! —gritó Facundo, estremecido desde el dormitorio, mientras olía con devoción la ropa de María.

El terror se apoderó de todos. ¿ Y si volvía y ellos habían invadido la casa?…

Salieron corriendo, despavoridos por el atropello que cometieron, y los perros seguían acostados en el suelo junto al piano indiferentes a la multitud.

Antes de irse, Facundo fue hacia la cantidad de papeles escritos a mano al lado de un tintero. Levantó la pluma de paloma blanca la colocó con cuidado en el tintero, miró a su alrededor buscando que nadie lo viera y retiró la última hoja aparentemente escrita en el día anterior y la guardó en su bolsillo.

Se fueron como hormigas escapando del rancho, avergonzados y tristes, corriendo a sus casas pensando que María podía volver y sorprenderlos.

Pero María ya no volvería, solo había vuelto al mundo montada en una estrella, que después, ya en tierra se convirtió en caballo blanco inmaculado. Solo Dios y María, sabían porqué había regresado a la tierra, a vivir como una campesina, tranquila, sin soledades, sin angustias, sin penas. Solo y únicamente a darse el gusto que nunca tuvo. Vivir en el campo, acompañada por su mundo de belleza celestial e intrínseca.

Y fueron rodando muchas lunas sobre el campo de Barrancas. Nunca más escucharon aquella música que venía del norte, desde el rancho de María, y tampoco la vieron pasar al galope en su tordillo, también los perros callaron y desaparecieron del rancho.

Solo Facundo, escondiéndose, se escapaba para entrar en la cabaña y estaba horas sentado frente al piano, y leía todos los papeles que fueron escritos por María.

Pero solo uno guardaba en su bolsillo, el mismo que robó el primer día que entraron todos los vecinos, y era el único que releía buscando la respuesta que se presentaba ante él como una incógnita que solo los ángeles del cielo le podían dar....

Liberatoria

Acordeón de rudas voces
que cerca del puerto suenas
tu canción hecha de adioses
sin alegrías ni penas.

De adioses de tierra y mar,
polvo y nube, luna y cielo
en perpetuo ritornelo
de pasar, pasar, pasar…

Los eternos navegantes
dejan su ruta infinita,
como los fieles amantes
tienen contigo una cita.

Y las manos marineras
te dan sus caricias vanas
entre sotas cantineras
y perfumados nirvanas.

Te cantan vagas canciones
con la mirada perdida,
por eso tienen tus sones
clamorear de despedida.

Tienen coros peregrinos
que se van entre las brumas,
grito de albatros marinos
y evanescencia de espumas.

Acordeón de rudas voces,
tu corazón es de viento,
y tu musical acento
polifonía de adioses…

Ah, quién pudiera imitar
el alma tuya viajera!
Quién pudiera
irse sin cesar….

María Eugenia Vaz Ferreira.

Ludy Mellt Sekher ©

del libro "Cuentos para el Atardecer"

I.S.B.N. 2.345.930.N
©Ludy Mellt Sekher
©Editorial LMS

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