ÁNGELES CON GABARDINA.
Hacia frío, pero el borracho, sentado en el mojado banco, no se entraba de
nada apenas. A su lado, cubriéndole con sus alas de la mejor manera que
podía, tiritaba de frío y pena el joven Ángel. No es que el trabajo le
cansara; pues él era totalmente incapaz de cansarse, ni siquiera que
estuviera pasando una crisis y necesitara unas vacaciones, pues los
ángeles, ni pasan crisis ni tienen, los pobres, vacaciones. Así pues, el
joven ángel tiritaba con razón esa fría y lluviosa noche de Sábado.
Bajo las alas del joven ángel; sin percibirlo, el borracho retornaba una y
otra vez al nombre que tan bien conocían los dos. Su voz no dejaba de
oscilar, del susurro al chillido, entonando el dulce nombre de aquella que
le hacia beber hasta caer bajo la lluvia, cubierto tan solo por las alas
de su pobre y cansado ángel. Unas lagrimas comenzaron a rodar por las
mejillas del borracho, y su ángel, presuroso, corrió a enjuagarlas con un
pequeño pañuelo de consuelo, que todos los ángeles llevan en el bolsillo
de su gabardina, pero de pronto, por inspiración divina, comprendió que lo
mejor
Para un borracho con el corazón roto, que llora susurrando el nombre de
una mujer bajo la lluvia, es dejarle llorar como un hombre todo el dolor
que su alma lleva dentro, y así purificarse, o, por lo menos, aliviar la
carga que anega su alma. Por eso, el ángel joven, tiritando de frío, pena
y compasión, alzo la cara hacia allá donde todos miramos cuando estamos
agradecidos y, sintiendo las penetrantes gotas de lluvia en la cara como
una bendición de Dios, dio las gracias mientras lagrimas de comprensión y
cariño rodaban por sus níveas mejillas.
UN HERMOSO CIELO AZUL.
Caminaba por la calle, triste y cabizbajo, sumido en sus propios
pensamientos; todo era gris, desde el pavimento hasta el incierto futuro
que le aguardaba. Todo era oscuro y no se veía la salida por ningún lugar.
Caminaba quizás por escuchar, mezclado con el ruido de sus propios pasos y
el rumor vivo de la ciudad, el soniquete esperanzador que su corazón
repetía una y otra vez. Caminaba siguiendo su sombra, como meta
inalcanzable ante la que su alma, como gesto de rebeldía, se negaba a
rendirse.
Caminaba seguido de cerca por aquel que, con su gabardina flameando por el
fuerte viento contrario, sonreía con los ojos fijos en el caminante.
Siempre tras él; siempre a su derecha, siempre velando por que siguiera el
camino, por que aprendiera a ver las señales; velando por la seguridad de
su viaje hacia mas allá de todo lo conocido, hacia lo simplemente intuido.
Velando. Caminando detrás de un ser que solo veía las oscuras nubes de un
cielo maravillosamente poblado de colores y matices que, otro compañero
con gabardina, pintaba para todo aquel que quisiera ver.
El llanto de un niño destacó entre el rumor de coches, obras y murmullos
de gente, haciendo la ciudad más humana; más cercana. En su carrito,
sentado, un niño moreno lloraba a todo pulmón. La madre, quizás un poco
cansada de la llantina, quizás mas ocupada en concertar una entrevista de
trabajo desde su móvil, agitaba, desesperada el carrito en la esperanza de
que se calmase el crío. Mas, el niño, en vez de calmarse aumentaba la
llantina para desespero de madre y transeúntes, que miraban con cara de
fastidio la escena.
El caminante se detuvo, miro al pequeño congestionado por el llanto y, sin
pensárselo dos veces, tendió sus manos hacia él, al tiempo que iluminaba
su cara con la mejor de las sonrisas.
El niño calló. Tendió los brazos hacia el desconocido y se asió a él con
fuerza, mientras él le cogía y lo acunaba entre sus brazos, para asombro
de su madre.
Con una mirada, el viejo de la gabardina que seguía desde atrás a nuestro
caminante,
Sonrío a los otros compañeros que, con sus grises gabardinas, acompañaban
a la madre y a su hijo.
Cuando la madre al fin colgó el pequeño teléfono móvil, tomo al niño de
los brazos del caminante, y, con una risa de brisa fresca, mientras mimaba
a su pequeño, dio las gracias al caminante, que, tras alzar la mano y
sonreír en gesto de despedida, se alejo, calle abajo seguido por su viejo
y risueño guardián.
Y, en el horizonte del anochecer, el caminante encontró rojos y violetas,
azules y verdes indescriptibles, negros, rosas y, como no, las tenues
motas grises de las gabardinas de aquellos que pintan los atardeceres para
todos aquellos que saben y quieren mirar.
EL ANCIANO.
Sentado en la esquina de la gran cama de matrimonio esperaba nervioso. Se
había sentado sobre el faldón de su gabardina, y esto le hacia sentirse
incomodo; mas él sabia que la incomodidad no le venia de una mala postura;
pues los ángeles no tienen malo ni tan siquiera las posturas, su
incomodidad se debía a la misión que abría de realizar en breves
instantes.
El anciano había amado con locura a su pareja, la mujer canosa que dormía
a su lado. El anciano había sido un hombre recto y de ojos abiertos que
habían sabido ver el camino y las señales que lo delimitan. El anciano
había hablado infinidad de veces con aquel que ahora, incomodo, se sentaba
a sus pies en su cama. El anciano estaba a punto de morir dulcemente, con
una sonrisa en los labios, mientras dormía al lado de la mujer que amaba.
No le importaba demasiado morir, sabia que su alma estaba limpia, mas
llena de amor y sabiduría que cuando empezó el camino, mas dulce por la
destilación de la vida, mas completa por la total entrega a los demás. El
anciano estaba listo para seguir el Gran Camino hacia aquel que nos
espera, con los brazos abiertos, al final de la ruta. Mas el propietario
de la gris gabardina no se imaginaba cambiando de compañero, dejando
marchar al amigo al que había seguido por tantos y tan fructíferos
caminos.
El propietario de la gabardina sentía el dolor de perder el contacto, tan
intimo desde hacia tanto, con alguien a quien, lógicamente se sentía tan
unido.
El ángel de la gris gabardina había olvidado ya, y eso que los ángeles
tienen muy buena memoria, la ultima vez que, apenado por la conducta de su
pupilo, hubo de volver la cara y caminar un poquito mas alejado de lo que
a él le hubiera gustado. El ángel incomodo había hablado cientos de veces
con el guardián de la mujer canosa, que ahora; mientras observaba el dolor
de su compañero, acariciaba la desmadejada cabellera de la mujer que,
ajena a todo, dormía plácidamente.
La hora había llegado, así es que nuestro buen ángel incomodo puso su mano
sobre el hombro del anciano, llamándolo por su nombre.
Al punto, el que antes era el anciano, despertó. Se sentó en la cama,
junto a su ángel y le sonrió.
Era la primera vez que el anciano conseguía ver a su amigo, a su
confidente de tantos años; se sonrieron y, sin palabras, el anciano
entendió lo que de él se pedía; ahora era él el que debía seguir a su
ángel por senderos que aun no conocía.
Una vez mas, el anciano giró la cabeza hacia donde dormía ajena a todo la
mujer que amaba, y la vio tal y como era cuando se conocieron; alta y
espigada, tersa, suave como la caricia de la brisa, con su bello pelo
rubio adornando la almohada.
Con todo el amor que un hombre es capaz de poseer, acarició su cara y la
beso en los labios. Ella se estremeció sin llegar a despertarse mientras,
el anciano, siguiendo a su ángel que ya no se sentía incomodo, salían a
recorrer otros senderos, dejando atrás la sonrisa de una mujer canosa que
atrapaba el ultimo beso de su amante.
Jacob Bar Kosbha.ã 2000.
Mil gracias amigo!!!
Ludy Mellt Sekher
|