Sekher Castle of Ludy Mellt Sekher

 



EL CISNE
Cuento inspirado en "Baila la Maga"
de Alfredo Zitarrosa

Por Ludy Mellt Sekher



BAILA LA MAGA

Maga enlutada tras la cortina,
de pronto un foco azul la ilumina,
abre en el aire la herida fina
y nace la bailarina.
Ya la estaba esperando el galán,
vástago rubio y turbio galán,
músculo y lujo, embrujo alemán,
un tarzán algo holgazán.
Mariposa dudosa y discreta,
la bailarina va hacia el atleta,
parecen tener una secreta
cita de amor celestial.
Verte bailar flotando en puntillas,
temblando de pasión en mi silla,
sentir que eras mi mar y mi orilla,
mi sal, mi sangre y mi pan.
Viniste al pueblo en tren a mi lado,
tus zapatos de raso dorado
bailaron en mi patio empedrado
debajo de mi laurel.
Pero eran alaridos tus besos,
cadenas y candados tus huesos,
tus pies alados mármol y yeso,
papel sellado tu piel.
Gracias por obsequiarme tu honor,
confitura de raro dulzor,
como si fuese tu corazón,
con un moñito punzó.
Gracias por el pecado y el hambre,
por tus muslos helados, tu carne,
Gracias por olvidarme también
no bien cruzaste el andén.
Alfredo Zitarrosa



El tren galopaba sobre los durmientes con su ritmo métrico y mecedor. El trayecto desde Tacuarembó a Paso de los Toros fue el más hermoso para Miguel. Cada vez que tenía que viajar, se sentaba al lado de la ventanilla para mirar los árboles correr hacia atrás. Los árboles le inspiraban para escribir como si fueran musas prendidas a la tierra. Los montes y quebradas lo subyugaban. Había anunciado el guarda que mantuvieran los vidrios cerrados por los golpes de las ramas. Cruzaba el Valle Edén mirando por la ventanilla cerrada.
Iba de un lado al otro. Se sentaba para mirar por la suya donde las copas de los árboles en una pendiente encantada con águilas volando muy alto por el cielo parecían tragarse sus ojos. Se paraba e iba a la ventanilla contraria donde las mesetas rocosas no le dejaban ver el cielo pero que generosas le mostraron varios ciervos.
Volvía de Rivera en su visita anual a sus padres. En cada una de sus vacaciones jamás faltó su presencia en el departamento fronterizo con Brasil. El viaje de ida lo hizo en ómnibus, le resultó aburrido porque la carretera cruzaba varios kilómetros por la Pampa, en la cual, lo único que se veía era algún pájaro olvidado parado en los alambrados, o nidos de horneros en los postes de teléfono. Entonces, a la vuelta decidió hacerlo en tren a pesar de ser mucho más largo, pensó que podría ser más entretenido, jugar al truco, tomar mate, pararse y caminar por los vagones o escribir sobre la mesa. Pero cuando llegó al Valle Edén, un resorte lo hizo mirar hacia ambos lados pensando que nunca, a pesar de viajar todos los años había pasado por allí. Hubiera querido que el tren se detuviera un instante para escribir aquella belleza, pero el tren no se detuvo hasta que salió del Valle y llegó a la Estación Edén.
El rezongo del ferrocarril y su silbido al llegar al andén lo hizo sentarse en su sitio y mirar la gente que esperaba para subir. Y el rostro de Miguel se dibujó en el vidrio.
Tenía un mentón pronunciado con un hoyo partiéndolo en dos, un par de ojazos profundos y oscuros, la nariz bastante grande, burla de sus compañeros de colegio. Su cabello castaño muy prolijo peinado hacia atrás con gomina. Medianamente alto, de traje negro, serio y sereno, con un aire de distancia y soledad que impresionaba para un muchacho de veintiocho años.
Mientras esperaba retiró una carpeta de su portafolios y la colocó sobre la mesa. Un pasajero frente a él, leyó: Enseñanza Secundaria. Cuaderno del Profesor. Liceo Nº.36. Literatura. Retiró unas hojas en blanco para escribir lo que tenía en mente del Valle Edén. Sacó su lapicera del bolsillo derecho del saco. Enderezó la libreta y colocó las hojas sobre ella y cuando se disponía a hacerlo, —Con permiso —dijo una muchacha que se sentó en el asiento a su lado. Miguel no escribió, lo emocionó la belleza etérea de la chica. La observó pararse y acomodar las valijas arriba y la caminó desde el pelo hasta las pies. Era tan dorado su cabello enrulado y recogido en una cola de caballo por detrás de la cabeza redonda que la igualó a una atardecer sobre la arena.
El tren comenzó a andar por los rieles retumbando el silbato de salida. Y un bolso de la muchacha cayó sobre su cabeza, golpeándola y desparramándose sobre la mesa. —Disculpe —dijo con las mejillas rojas, recogiendo la ropa que había caído sobre la carpeta de Miguel. —No es nada, por favor, ¿Se lastimó? —contestó mirándola a los ojos celestes como cielo en mediodía. Mientras la ayudaba a recoger la ropa, se reían con una risa contagiosa. Miguel la comparó con el Valle Edén, delicada, delgada y frágil como una libélula.
Ella se levantó a guardar el bolso aún con los pómulos sonrojados, pero Miguel acostumbrado a tratar con adolescentes habló de mil cosas, para hacerle perder la vergüenza de ver su ropa interior sobre la mesa.
Sin importarle los pasajeros de enfrente se enfrascaron en una nutrida charla, tan a gusto como si se hubieran conocido toda la vida. Miguel guardó su carpeta, y reanudó el mate con agua caliente que trajo del vagón comedor.
Serena se sentía por primera vez sin miedo, la conversación de Miguel fue tan sencilla y directa que no sintió temor alguno. Había nacido en el Valle Edén en un ranchito humilde de paja y terrón. Concurrió a una escuela rural del mismo Valle. Fue una estudiante brillante de gran inteligencia, En todas las fiestas de la escuela Serena bailaba demostrando una especial condición para ello y al terminar el sexto grado, su maestra le regaló unas zapatillas de ballet. Pero era muy tímida. Sin embargo, con Miguel la timidez se le fue para atrás como dejándola en las vías que la alejaban del Valle Edén.
—¿Y ya sabes que liceo te toca? —preguntó Miguel ya llegando a Montevideo, con la secreta esperanza de que fuera al mismo liceo donde él era profesor. —Si, me toca el liceo Zorrilla —respondió risueña mostrando nuevamente su hilera de dientes que parecían de nácar.
Miguel le dio el teléfono para que lo llamara, y Serena guardó el papel esperanzado en uno de sus bolsos, mientras tomaba el taxi. —No sé todavía cual es el teléfono de mi tía, pero en cuanto llegue te llamo y te digo así me llamas también.
Y se perdió el coche llevando a Serena en dirección a la Ciudad Vieja. Miguel quedó parado en la calle, con el vetusto frente de la Estación Central a su espalda. Con el recuerdo de los ojos celestes y la cola del pelo atada con una moñita color punzó, levantó el brazo. —Gonzalo Ramírez y Yaro —dijo al taxista, y viajó el trecho casi hipnotizado por el recuerdo de esa muchacha, tan pura y salvaje como el mismísimo Valle Edén.
—Buenas Tardes, Doña Carmen —saludó respetuoso a la señora mayor de cabello ceniza y piel rosada, que se encontraba sentada en una silla al costado de la puerta de entrada. —Buenaz tardez, profezor Miguel, ¿Cómo pazó laz vacazionez? —contestó la gallega que le alquilaba una pieza de la enorme casa del siglo pasado.
—Muy bien, muy bien, le traje unos huevos de avestruz, espere que lleve todo a mi habitación y se los alcanzo.
Parecía que Serena hubiera entrado con él, sentía tan cerca su presencia que se olvidó de los huevos. Se tiró en la cama con las manos debajo de su cabeza y buscó en el techo que iluminaban los rayos postreros del sol el recuerdo de aquel rostro. Sintió un raro presentimiento, como un aletear de alas de mariposa…
El tiempo fue caminando inexorable con su ritmo de ferrocarril. Y en ese recorrido Miguel se enamoró perdidamente de Serena. Ella correspondió a su sentimiento, embelesada por los poemas que Miguel escribía. A la vez que estudiaba con su ayuda, logró entrar en la Escuela Nacional de Danza.
El director Eduardo Ramírez había visto gran potencial en ella para el ballet, pero también Serena estudiaba demasiado. Y fue salvando todos los años de secundaria sin ningún examen.
Miguel preguntaba por sus compañeros, si había algún enamorado, algo…
Pero Serena con su timidez no respondía, o su orgullo de bailarina no la dejaba bajar a la tierra y darle importancia a esas cosas tan fútiles para ella.
En el patio empedrado de Doña Carmen, Serena practicó sus primeros pasos de ballet bajo la sombra del gran laurel que casi llegaba hasta el cielo. Día por medio visitaba a Miguel, y Doña Carmen le tomó un gran cariño, pese a que a ésta no le gustaba cuando los dos se encerraban en la pieza de Miguel.
El tenía el mundo lleno de felicidad con su presencia, se sentía en un mar pleno. Ella era su sangre, su pan, su orilla. El deseo y la locura de tenerla fueron preparando un volcán en Miguel, la había besado tiernamente, la acarició con dulzura. Ella se dejaba besar como un niñito que le gusta el mimo, pero no correspondía como una mujer. "Yo ya tengo treinta y dos años y ella veinte, soy un viejo a su lado" se decía mil veces Miguel, en las noches desveladas mirando el techo de su habitación. Y tampoco tenía otra mujer que lo hiciera olvidarla.
Pasó el tiempo y llegó el gran día para Serena, Eduardo Ramírez le dio uno de los papeles principales en El lago de los Cisnes. La maga. Ensayaba horas eternas y se acortaron las visitas a Miguel.
Pero una tarde que fue a llevarle su invitación para el teatro, el intentó abrazarla más fuerte, adentrarse bien adentro de las entrañas de Serena, escurrirse por aquella piel soñada por tantas noches, cortar la cadenas de su carne, fundirse en aquella mujer deseada. Encendido de pasión luchó desesperado consigo mismo, porque se encontró con una piel de mármol, unos pies de yeso, unos labios fríos, unos alaridos por besos, unos muslos helados…
Y no la tocó más comprendiendo que ella no se entregaría nunca a él, y se quedó ahogado en su pecado y su hambre por ella. Serena se fue, despidiéndose tan fría y tranquila como su nombre. Se despidió de Doña Carmen, a quien había entregado otra entrada y partió.
Arribó el día del estreno, Miguel junto a Doña Carmen se sentaron en primera fila. La música tridimensional sonó en los oídos de él como una sinfonía de dolor y celos.
Y apareció en escena la Maga danzando, era Serena que iba con sus puntillas de pies hacia el galán musculoso que la esperaba, Con un solo brazo la levantó en el aire, los dos parecían tener una cita de amor celestial. Bailando como mariposa una danza que como herida fina abrió los ojos del corazón de Miguel.
Tembló de emoción en la silla, lloró, y cantó por dentro un agradecimiento hacia Serena, por haberle brindado parte del Valle Edén durante todos esos años.
Y en ese momento comprendió que ella cruzaba otro andén hacia el mundo al cual Miguel no podía alcanzar, el Ballet.



Ludy Mellt Sekher ©



del libro "Cuentos para el Atardecer"

I.S.B.N. 2.345.930.N
©Ludy Mellt Sekher
©Editorial LMS



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